lunes, 3 de noviembre de 2008

Sequé las lágrimas a Odette...


Dicen que en el “Barranco do Corvo” las noches en que sopla brisa tenue del sur, deslizándose entre el rumor del viento, se oye rugir a la fiera. Y a su lado el mulato Oliveira Estreito de Frades, entona la melodía triste del hombre enamorado que encontró el amor de su vida y lo volvió a perder para siempre.

Oliveira Estreito de Frades estaba solo de nuevo. Odette se había ido: Lejos, en busca de cualquier lugar adecuado. Los recuerdos que le dejó eran una carta triste y escueta, un nuevo idioma aprendido, y besos dulces, con sabor a menta y licor, en aquella ciudad inhóspita, enclavada en un océano de polvo y montañas áridas, agujereadas como un gran queso gruyere en Mato Grosso do Sul. Al fin y al cabo, su ciudad, el único lugar que conocía y del cual no sabía salir. Porque aunque lo deseara, era un hombre incapaz de hacer nada que no hubiese aprendido a golpe de piqueta y martillo. Y estaba atrapado hasta la médula o hasta la muerte – si todavía vivía – en la trampa de la esclavitud sin ser esclavo de nadie, excepto de sí mismo, su inútil trabajo y de algo peor...
Finalizada su jornada en la vieja mina Oliveira iba al bar “Lua Cheia” y bebía; era alcohólico, pero nadie se lo reprochaba. ¿Qué echar en cara en un lugar donde el cincuenta por ciento de la población estaba en situación semejante? Aunque no se tratara de una situación sino más bien de un estado en sí; el de una ciudad que vivía sumergida en su aparente realidad. La dependencia de un metal cada vez más infravalorado, cuando la época colonial del hombre blanco y el oro habían dejado de contar hacía ya tiempo.
Ni siquiera sabía por qué era minero o tal vez en sus sueños etílicos lo recordara. Nació con las herramientas en sus manitas de niño, aquellas que su padre le hizo tomar mientras le decía: “¡Trabaja...! Sólo picando podrás salir adelante. Sí, hijo mío, trabaja y serás un gran minero, el mejor. Pues obtendrás la fortuna que ni tu abuelo ni yo conseguimos.”
Cuando iba a emborracharse y renqueante volvía al barracón, de forma inevitable los recuerdos lo abrazaban y se formulaba la misma pregunta: “¿Dónde, dónde está esa dichosa fortuna?” Aunque en el fondo lo sabía, en aquel miserable lugar nunca la iba a encontrar.

Odette apareció en la ciudad cual denso y fragante aroma arrastrado por los vientos hacia el destierro del olvido. Coincidiendo con la última chispa de esplendor de una comunidad en el ocaso – el hallazgo de un filón – proporcionó el estallido de un sol de falsos destellos. El fulgor alumbró los corazones tres años de resurrección emergente, después se apagó. Tres años durante los cuales Oliveira, hasta entonces sumido en su mundo de ánimas, merced al descubrimiento de Odette, renació amó y la encumbró como al único dios en su mundo.
Odette era una joven de estrella difusa y ni siquiera estaba alumbrada por la virtud del encanto. Hija de todos y de ninguno, volaba cual milano perdido al azar y los lugares en los que sus pies o alas invisibles recalaban, no eran sino pozos donde la miseria humana se hallaba ya establecida.
Llegó a la ciudad y firmó con una empresa de limpieza encargada de los establecimientos de la multinacional asiática en la cual Oliveira trabajaba. Y así se conocieron; él cerrando los locales que ella fregaba a sus pies. La cuestión que aprendió Oliveira de Odette fue que un corazón, pese a estar enfangado en sublime miseria, si es soñador y romántico, es capaz de sobrevivir en un mundo sórdido. Aunque tal vez el corazón y los sentidos de Odette crearan dicho romanticismo con visos de auto protección. A fin de cuentas, el porqué le dio igual. Lo que le maravilló y enamoró fue su estela de sentimentalismo translúcido, que obviaba los intersticios de la decadencia y realidad, si había algo real en su vida. Por eso no le importó vivir tres años de fantasía en un mundo cuyo florecimiento era un brote inmaduro en una primavera inestable.
¿Era Odette bella? Desde luego. Al menos en lo que a él concernía. Cuando la verdad es que ante cualquier hombre pasaba inadvertida y apenas resultaba tener atractivo. Pues era pálida y fina como una espiga seca de maíz, sus cabellos rizados parecían una esponja rugosa, y sus ojos ni siquiera emitían el destello que proporciona una vida sana y feliz. En cambio, para Oliveira, era una flor cuya voz de tallo delicado siempre estaba a punto de quebrarse. Lloraba cuando menos lo esperaba y reía cuando el tiempo era más crudo; transformando su alrededor en un lugar limpio y brillante, de colores densos y flotantes. A su lado, la oscuridad y el alma turbia de Oliveira parecían sobreponerse al túnel donde se refugiaban, y estallaban envueltos en una alegría mil veces más poderosa que cualquier borrachera de alcohol. Entonces era el mulato orgulloso, no el arredrado; el portador de dos bellas sangres, no el hombre de sangre turbia; más listo y fuerte que el negro y ladino y hábil que el blanco. Capaz de enfrentarse a cualquiera sin miedo a morir, porque dar la vida por Odette, si fuera necesario, era un digno placer…
Juntos protagonizaron grescas frecuentes, originadas siempre por el exceso en la bebida de Oliveira, de las que curiosamente salían bien parados. No ocurría así cuando él estaba solo. Entonces recibía palos con la intensidad de vendavales, se levantaba magullado, y deprimido corría a contar sus penas a su única luz.
A ella la soledad le aterraba. En el piso que Oliveira le alquiló, las horas que no transcurrían dedicadas a su trabajo de limpieza, recibía entre diez a quince visitas diarias de hombres; clientes fijos y estables. Con cualquiera de los cuales al regresar agotado por las tardes, sin siquiera volverse a mirar, se cruzaba Oliveira; no existían para él.
Regresaba a ella sonriente, feliz de estar a su lado; sin inferir en su doble existencia, de la que por descontado ella tampoco le hablaba. Ya que todo estaba claro. Él era su amor y los demás tan sólo meros objetos. Hacerlo era un sacrificio necesario que la vida exigía para poder sacar adelante sus sueños con dignidad, si invertir lo imposible fuera factible. Eran dos almas concebidas en el mundo para servir un mismo fin: el placer de la ingratitud. Eran casi iguales, con un matiz, una brecha que cada vez se iba abriendo más entre ambos. Él se consideraba indigno y era incapaz de soportarse a sí mismo, ya que aunque de forma vaga, alcanzaba a vislumbrar el aspecto de la losa que arrastraba, y la dimensión de la miseria social que esgrimiendo la sutil coyuntura del doble rasero, lo arrinconaba. Por ello se arropaba en la bebida. En cambio ella, blanca como la cal, con plenitud inconsciente aceptaba su naciente vida de ramera. No tenía visos de mirar más allá ni sabía cómo hacerlo. Envuelta en su espesa capa de romanticismo estaba inmunizada contra ello. Soñaba con aquello que hubiera podido ser y no era. Había días en que aparecía ataviada como una digna secretaria y fingía serlo; otros era una tímida señora del hogar; los más una bella y digna señorita, nunca meretriz...
Cuando se unían ambos se transfiguraban y convertían en nobles señores y lo eran, pues iban a lugares en los que por separado, no se atreverían a entrar: Teatros, fiestas de sociedad, banquetes etc.

Fueron tres años de alegrías, sueños, promesas; que se sucedieron con la intensidad de un océano y sus mareas, y como tal tuvieron descensos abismales o crecidas que hicieron vibrar los sentidos y la piel de Oliveira, hasta exudar el alcohol contenido en sus poros y lograr que se renovara con vida dulce, salada, inconsciente e irreflexiva, pero limpia. Estaba libre y era libre de amar y amó intensamente, y puesto que anteriormente había sido incapaz de expresarse, descubrió la forma de hacerse entender mediante el amor, encontró luz en los recovecos turbios de su ciudad, y percibió el brillo de una nueva vida reflejado en los ojos negros de Odette, cuando le hacía el amor y lloraba de placer, sintiéndose un hombre no una alimaña, sabiéndose completo y por vez primera, realizado.
De pronto ella quedó embarazada ¡de cualquiera! No se inmutó y abortó sin problemas.
De súbito, los ojos hasta entonces ciegos de él se abrieron y vio ¡pudo ver! La mujer que le parecía dulce y romántica, de corazón grande y noble, era sólo ¿una fría serpiente? No quiso ver más. Regresó de nuevo a los devastadores brazos de la bebida y encharcó sus arterias hasta embotarlas de locura. Ya no era amor ni pasión lo que contenía en su interior, sino dolor incomprensión y litros de alcohol. Un dolor insoportable desgajaba su corazón, y a cada trago, su alma ardía incendiada en una deflagración pavorosa. De pronto era incapaz de explicarse el porqué. ¿Por qué había permitido que su consciencia en estado de inconsciencia le indujera a enamorarse de una mujer detestable?
La visitó, se revolcó, suplicó e insultó. Y dirigiéndose a quien estaba con ella, un negro joven y fuerte como un toro, compañero del trabajo, cegado por la ira trató de agredirlo. El hombre lo miró con perplejidad, acongojado, sin ansias de violencia y sobre todo sin entender. Y en su defensa, atenazándolo mediante una llave, le propinó un violento revolcón que ocasionó que quedará postrado a los pies de Odette, sin cesar de gimotear como un niño. No hubo compasión para el borracho violento y escandaloso, el hombre de sangre mezclada, el mulato, la aberración. Fue arrojado a la calle embarrada como un perro...

Y ahora Oliveira estaba solo. De nuevo en la oscuridad. Quizá más solo que nunca; perdido en las quebradas. Aquella misma mañana en lugar de dirigirse a la mina lo decidió. Dejaba todo por Odette y partía tras ella.

Decían, aunque nadie lo supiera con certeza, que en aquel lugar sobrevivía un onca (jaguar) astuto y viejo como un reptil. Imposible de atrapar porque durante el transcurso de años y experiencia se conocía las trampas que urdía el hombre mejor que cualquier hombre, por ello detenerse a pernoctar en el barranco, no era recomendable.
Si como minero Oliveira era un trabajador de relativa dignidad, como alcohólico era un modelo. Por eso aquella mañana se olvidó de llevar lo imprescindible, excepto una caja de madera con tres botellas de su mejor ron importado.
Cuando comenzó a caminar, a malgastar energías, y el temblor de la ansiedad se convirtió en apremiante, ya estaba perdido. Obviamente, para aliviar la situación, decidió echar mano del ron.
Un par de horas después, al atardecer, tras apurar botella y media se hallaba postrado en una hondonada. Cuando el anochecer y Babá lo sorprendieron deliraba. Babá, antiguo jefe indígena; oportunista, reconvertido al pillaje, violador y salteador, reconoció enseguida a Oliveira. Pues en tiempos, su padre había sido compañero de caza. No pudo reprimir una sonrisa inicial de asombro y luego de malicia. ¿Qué hacía perdido en aquel paraje Oliveira cuando jamás salía de la mina y menos de la ciudad? Al registrar sus ropas se llevó una sorpresa. Envuelto en forros de cuero, bajo las suelas de sus zapatos, ocultaba una pequeña fortuna que como a un muñeco sin fuerzas le arrebató. A continuación quiso asegurarse y disponer del tiempo suficiente para escapar. Procedió a amarrarlo a una roca y allí lo dejó, sabedor de que aquello podía suponerle la muerte. Claro que eso estaba lejos de importar al viejo y ahora también rico, Babá.

Tras su revuelto sueño etílico Oliveira Estreito de Frades abrió los ojos en la oscuridad, y envuelto en una mezcla de sorpresa y terror se topó con los ojos amarillos del onca firmemente asentados en él. Cierto, conocía la existencia de la fiera, todos los de por allí estaban al tanto de los rumores, pero exceptuando al viejo Paulino – una sola vez– nadie había sido capaz de ver nada que no fuera un vago rastro. Y, ahora, lamiéndose las barbas con fruición, rediseñado en animal, el fantasma, parecía gozar su impunidad y merodeaba en torno al prisionero. Finalmente se acomodó sobre las patas traseras y rugió un par de veces. Era un bufido extraño, una combinación entre el lamento de una mujer apurada y el rebuzno de una mula pequeña. Aguardando lo peor Oliveira cerró los ojos un instante y cuando volvió a abrirlos de nuevo, el onca no estaba.
Sin esperanzas (memorizó el rostro de Babá riéndose ante él y supo que como todo buen cazador era maestro en el arte de de anudar) probó a hacer presión sobre la atadura que cercaba su tórax y de forma misteriosa comenzó a ceder. De madrugada se deshizo por fin de las ligaduras y descubrió el porqué de su logro. Cuando lo encontró Babá ya se hallaba herido. Probablemente se había tratado de un estúpido accidente con su rifle al dispararse, pero en la sierra incluso el incidente de apariencia más vulgar significaba un precio.
Había mucha sangre. Seguir el rastro de Babá hasta el lugar donde se produjo la carnicería fue sencillo. En principio el cazador había logrado alcanzar la montura, aunque al parecer, sólo un kilómetro más adelante debió de sufrir el desvanecimiento. Fatal desenlace que el onca, oportunista e inteligente (pese a las leyendas no se conoce uno de su especie que haya atacado a un ser humano en facultades) aprovechó para rematar al infortunado y devorarlo hasta saciarse. A continuación, con el estómago lleno, efectuó la digna visita de reconocimiento a Oliveira.
Dos kilómetros más adelante, enredada en unas zarzas, encontró a la yegua. Portaba una cantimplora con la cual sació su tremenda resaca.

Su plan de hacer auto stop en la nacional quedó levemente modificado.
Galopó durante tres días sin detenerse rumbo a Cuiabá, capital del Estado, y al cuarto, en medio de un intenso tráfico, claxon y miradas de asombro, hizo su entrada.
No lo pensó dos veces y empleando los ahorros, que por supuesto había recuperado, comenzó la descabellada búsqueda.
Dos semanas anduvo recorriendo hoteles, hostales, pensiones, locales; malviviendo, con una preocupación interior y un frenesí tal, que aunque sudara, tuviera escalofríos y pesadillas, dejó de beber y casi de alimentarse.
Hasta que al inicio de la tercera, cuando comenzaba a darlo todo por perdido, por casualidad libró a un turista francés que estaba siendo asaltado por un grupo de adolescentes.
Agradecido, el extranjero lo invitó a tomar unas copas. Oliveira aceptó un café y una botella de agua. Cuando lo tuvo sentado a su lado, le bastó echar un vistazo y adivinó el género de turista al que pertenecía. En su ciudad había visto alguno igual. No lograba explicarse el motivo que los impulsaba a recorrer medio mundo para al final dejarse robar mansamente. Y, a aquél, estaba claro, las cosas no le estaban saliendo a pedir de boca.
Tras comprobar con cierto pánico la peligrosa fijación de Oliveira por una mujer, la forma en que lo observaba, y su total apatía por compartir diversión, quizá por quitárselo de encima, el francés le confió que preguntara en el local “Eldourado,” uno de los más caros de la ciudad. Según aseguró, sin el menor interés, le habían dicho que allí había mujeres de su nacionalidad.

Era bastante más tarde de la media noche cuando Oliveira entró en el local de alterne. Más de treinta chicas jóvenes, algunas casi niñas, desfilaban sobre el escenario desnudas. Acomodados a las mesas, sin cesar de beber copas de caipirinha, una amplia representación de nacionalidades se solazaban a la vista del espectáculo.
Buscó con ardor y en silencio, (tras días de merodeo había descubierto que preguntar solía dar pocos y malos resultados) consiguió pasar desapercibido entre el personal. Ascendió unas escaleras de caracol y llegó a un pasillo largo y angosto, enmoquetado de rojo – lo que tampoco disfrazaba las humedades– iluminado con lámparas de vidrio de baja intensidad, donde una asombrosa mezcla de perfumes se unía a un insoportable miasma a lejía. Flanqueándolo, numeradas con placas doradas, estaban las habitaciones. Una por una fue abriendo sus puertas, e interrumpió diversas escenas que no merecieron su interés, sin resultado.
Desesperado, giró sobre sí hasta quedar apoyado contra la pared. De forma compulsiva se acarició los cabellos, retuvo una mano entre sus dientes y gimiendo mordió con rabia mientras sollozaba. Se dio cuenta, sangraba. ¿Y aquel sabor...? Era igual al del poso de un café agrio. ¿Y aquel sabor...? Apenas tenía que ver con el del alcohol. ¿Y aquel sabor...? Era el sabor de la derrota. Lo supo, estaba solo de nuevo. Siempre igual, sin familiares, hermanos o parientes... Sin nadie. ¿Sabría alguien lo que era sentirse vacío? Él podía sentirlo. En realidad llevaba mucho, demasiado tiempo, en la misma situación; sin esperanzas ni alegría y apartado de la vida. Todo había resultado inútil.
Dobló una esquina, había una puerta. La abrió sin pensar. Vio a dos hombres y a una mujer, estaban uno encima y el otro... Volvió a cerrar. Se dejó caer de espaldas a la pared, entonces escuchó y... la vio sonriendo en el parque “Bororo Ikuiapá” (Lugar de pesca) y a continuación en la casa, cosiendo su ropa atenta y tranquila, mientras él la miraba y volvía a admirarla con ternura, y a continuación soñando abrazados junto al lago “Azul Montanha Do Sul...” No. Imposible… No... o si... ¿Si..? ¿Era… ELLA?

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Desarrollo.


¿Eso hacían? ¿Joder?
Si... Bueno en aquel… Hum… lugar es lo normal y ELLA… Bueno era eso… ¿No? Y aquel loco ¡tenía un revolver...!
¿Oliveira?
Si, el revolver de Babá, el cazador. El hombre que apareció devorado en la sierra. ¿Está al corriente...?
Sí, claro.
Dicen... Bueno, eso dicen por ahí, que quien lo devoró fue él... Dicen que estaba loco de atar...
¿Y qué más?
Temblaba. Estaba nervioso.
¿Nervioso?
En realidad fuera de sí. Le temblaba todo. ¡Todo! Los pies y su cara estaba muy roja. Habría bebido ¡claro! Y el pulso... ¡Uf! Como una máquina de coser a mil revoluciones...
¿Y qué hizo... ELLA?
¿La chica? Pues paró... Dejó de joder claro, Ja... ¡Vaya! Bueno... ¡Todos lo hicimos! En esas condiciones. Se levantó y lo reconoció...
¿Muy pronto...?
Si, de forma inmediata, al instante...
¿Y qué hizo? Díganme. ¿Qué hizo?
Se acercó a él y le suplicó... Suplicó que no lo hiciera.
Y él ¿qué dijo?
Nada.
¿Nada?
Nada. Lloraba... ¡Lloraba como un marica! ¿Era alcohólico sabe? ¡Alcohólico y maricón! ¿Lo sabe…?
Sí, lo sé... Lo sabemos...
Oiga... Inspector. Está hecho. Si esto... ¡Uf! Si esta mierda no trasciende le ascenderemos a alcalde. ¿De acuerdo? De lo contrario... No sé, no garantizo... ¡Pero debe atraparlo! Se fue tan pancho. Y de tener más balas nos habría matado igual... Pero si usted no... no le podemos garantizar... ¿Entiende no...?
Descuide... Todo está seguro. ¡Ni una palabra! Denme el puesto y lo atraparemos. Pero deben decirme cómo acabó.
¡Si ya lo sabe...! ¡El cabrón disparó!
Y ella ¿qué hizo?
Hum... Pues… Eso sí me extrañó.
¿El qué?
Lo que hizo...
¿Y qué...? Qué...
Cayó en mis brazos y la limpié.
Cómo... ¿Le limpió usted la sangre?
No... Increíble... ¡Sequé las lagrimas a Odette...!


José Fernández del Vallado. Noviembre 2007. Arreglos Nov 2008.

martes, 7 de octubre de 2008

Dave Matthews Band en concierto.

Hoy vamos con la Dave Matthews Band otra gran banda. Son americanos, exploran una mezcla de fussion de jazz blues y Rok, son sencillamente, excelentes. El primer vídeo es la primera canción de un concierto en directo, el segundo, es una de mis canciones favoritas: Dreamgirl, con la actuación de la actriz Julia Roberts, quien se confiesa admiradora del grupo.



jueves, 11 de septiembre de 2008

CONCIERTO MEMORABLE! SIGUR RÓS EN EL MOMA.

Sigur rós en el MOMA de Nueva York. UN concierto inolvidable, genial, fabuloso. El vídeo dura cuarenta y cinco minutos, pero os aconsejo una cosa. NO os perdáis las cuatro primeras canciones, EXCELENTES, MARAVILLOSAS.

sábado, 6 de septiembre de 2008

Accidente.


Luis Acevedo abrió los ojos y un fuerte resplandor le obligó a cerrarlos de nuevo. Se llevó una mano a la frente para protegerse de la claridad, y al tiempo que sentía una insoportable punzada de dolor, se dio cuenta; uno de sus brazos estaba fracturado. Volvió de lado la cabeza para no mirar de frente al sol, y se preguntó dónde estaba. Pero un velo de inconsciencia empañaba su cerebro y le impedía recordar. Se decidió por incorporarse, y cuando quiso hacerlo, las piernas no le obedecieron. Jadeando, consiguió apoyarse sobre el otro brazo, que pese a estar dolorido, parecía encontrarse mejor. Sólo entonces empezó a ser consciente de su situación.


El brazo fracturado estaba vuelto del revés en una posición inverosímil. Con todo, eso no era lo peor. Lo malo fue constatar que de cintura para abajo no tenía la menor sensibilidad. Pero lo que le resultó más alarmante, fue descubrir que estaba tendido en el borde de un barranco, donde una de sus piernas sobresalía en el aire desde la mitad del muslo al exterior; de tal forma, en cualquier instante, y con sólo realizar un leve o inadecuado movimiento, la precaria balanza en que se encontraba podría desestabilizarse y precipitarlo al vacío.

Gritó pidiendo auxilio, pero el eco le devolvió sus palabras. Ya que así era, se hallaba en un desfiladero. Apenas fue una vaporosa abstracción y de súbito el velo que obstruía su percepción, se comenzó a desmoronar, pero los recuerdos de lo sucedido anteriormente no se presentaron de forma ordenada, sino a retazos que impactaban en su mente y se volvían a desvanecer.
Lo primero que vio fue la casa; se trataba de un chalé de montaña. Dentro había una habitación, o para ser más precisos, un confortable salón. Algo tosco quizá, y una hermosa chimenea, en cuyo hogar con facilidad se podrían asar al tiempo varios venados. Sobre ella, sobresalía la cabeza cubierta de cerda erizada de un jabalí, cuyos ojos brillantes reflejaban los instantes de ira y terror previos a una muerte violenta. Y algo más importante, su mente reconoció a una persona; concretamente a una mujer. De forma parecida a como los créditos de una cinta cinematográfica se imprimen en celuloide, los caracteres con su nombre se le revelaron. Sólo así logró evocar su nombre: ¡Martha! Y a continuación, en forma de oleada confusa pero inexorable, el salón antes vacío, se pobló de imágenes y vida: Los amigos, sus risas, el jolgorio, el crepitar del fuego y en un rincón, dispuestas sobre una mesa, las botellas. Pero ante todo estaba ella: Espléndida, junto a él. Besándose con fogosidad mediante un abrazo interminable, recordó. Y un cosquilleo agradable lo sumió unos instantes en un estado de ensueño. Seguidamente más recuerdos, aunque quizá no tan agradables, pues algo se interponía. De nuevo estaba él, pero ahora solo, junto a la chimenea. ¿Qué hacía? En realidad, nada en particular. Sencillamente, como si tuviera urgencia por acabar con algo, rellenaba una y otra vez su vaso de güisqui y bebía con alteración.

Durante unos segundos de desorientación dejó de ver y su mente volvió a naufragar en la ausencia y el desconcierto. Y, en instantes, a la celeridad con que pareció embotarse, le volvió a funcionar de nuevo. Ahora, como si fuera un mero curioso que oteara a través de la lente de un tomavistas, su memoria reconoció de nuevo el espacio. Al fondo del salón, que le pareció más amplio a como lo recordaba, había un sofá, reclinada sobre sus almohadones estaba la misma mujer. ¿Qué hacía ahí? ¿No era con él con quien debía de estar? Pero sobre todo: ¿Quién era? ¿Su novia, su mujer? Y... ¡por qué! Por qué consideraba que era su mujer. ¿Acaso estaba casado? No. Ni siquiera era capaz de intuirlo y menos, claro está, de recordarlo. Ya que de momento su mente sólo parecía capaz de atrapar los instantes anteriores a... ¿qué? No había forma de saberlo, evidenció con impotencia. De hecho, verse obligado a soportar semejante incertidumbre, le hacía sentirse peor. Claro que – meditó – posiblemente la tal Martha sólo fuera una fulana con la que había pasado el tiempo. Además, estaba sola. ¿Sola? ¡Ya no! Hablaba con alguien, y parecía entretenida. ¿Sólo entretenida? Un momento. Sí, no había duda. Conocía a la persona. El hombre que estaba con ella. Era... Y como si recibiera una descarga de alto voltaje recordó un nombre: Carlos. ¿Aquel individuo era Carlos? Le resultó curioso, porque al conocerlo en el aeropuerto no se le había ocurrido pensar que un tipo tan superficial pudiera arrebatarle… ¿O quizá por eso mismo? De pronto lo vio claro, y percibió su contrariedad, sus celos, ¡su ira!
A continuación estaba en el Land Rover, circulaba por un camino forestal: El ruido sordo del motor, el traqueteo de la caja de cambios. ¿Iba rápido? No. ¡Lanzado! Como si participara en un rally. Y desde luego, así había sido su vida, un rally desenfrenado en el que a menudo había sido el primero. Aunque ¿con qué objeto ser el más rápido? ¿De qué le había servido? Lo cierto es que en su familia, desde su infancia, siempre lo estimularon a ser el mejor. Sólo entonces fue consciente, eso era todo lo que había aprendido: a competir y a ganar. Y quizá debido a eso – consideró con amargura – a lo largo de su vida se había desenvuelto con exceso y prepotencia.
Así pues, una vez más, no había nadie esperándole. Nadie para ayudarlo a controlar las maniobras e indicarle cómo afrontar los desniveles y las curvas. Como siempre, debía hacerlo todo.
En cada desviación el vehículo derrapaba y Luis Acevedo frenaba con ansiedad para volver a pisar a fondo. ¿Y con qué fin? ¿Para llegar a dónde? ¡Al accidente! Fugazmente vio el coche volcado y a él debatirse en su interior. Lograba salir, se arrastraba, ¡sobrevivía! Ya solo debía caminar y llegar, pero ¿a dónde? Continuaba sin saberlo. Además, se dio cuenta de que era incapaz de levantarse y ni tan siquiera de moverse.

Volvió a la realidad. Ahora lo sabía. Sabía que si estaba allí, con el cuerpo balanceando como un péndulo a merced del barranco, había sido por su torpeza. Y algo peor, ya no tenía fuerzas para seguir pidiendo auxilio; se encontraba agotado. Se hacía de noche y tenía sed, los labios agrietados, un brazo dolorido, el otro apenas lo sentía, y una brecha en la cabeza. Pero aún le atormentaban más sus conjeturas. ¿Cómo había sido capaz de cometer semejante estupidez? Era evidente, lo había hecho en un arranque de celos. Aún así ¿era un sujeto tan elemental como para dejarse arrastrar por un arrebato pueril? Por desgracia, aquel parecía ser el hecho incuestionable. Además, estaba borracho. Aunque eso tampoco debía servirle de excusa, pues lo cierto, es que a menudo solía estarlo. ¿Y Martha? No era una niña, si no una mujer; madura, tranquila, y sobre todo sensible. Resultaba lógico que un borracho ramplón le asqueara. ¡Dios! Debía de haberse puesto tan insoportable...
Empezó a sentir frío. Pero sobre todo estaba su miedo a moverse. Daría lo que fuera por ser capaz de volar, dejarse caer, descender flotando con la levedad de una pluma, y posarse con delicadeza en el fondo del barranco. Y a pesar de todo, reflexionó, no era miedo lo que sentía. En ese instante lo entendió, era algo más preocupante.
Escuchó un chasquido, aguantó la respiración. Sobre su cabeza algo o alguien acababa de moverse. En ese momento, pensó, dadas las circunstancias, era probable encontrarse con fieras, y más si era de noche. Ya que las fieras cazan al amparo de la oscuridad. De repente lo supo. Estaba en los Estados Unidos. En las montañas rocosas. Concretamente en un lugar llamado “Pale Creek.” Y allí aún había pumas, coyotes, jabalíes, e incluso osos. ¿No era eso lo que le había llevado a aquel lugar? Continuó pensando, y su mente no se detuvo, y eso era justo lo que no debía de hacer: ¡Detenerse! Porque en cuanto lo hiciera, estaría acabado. ¿Los grizzli? Alguien, quizá un funcionario de la reserva, le había asegurado que eran astutos y asesinos. Les gustaba la carne y probablemente les atrajera el olor de la sangre; y en su estado era presa fácil. No... No le apetecía morir devorado. Pero ¿y el rumor? ¿Seguía ahí? Sí, sobre su cabeza, cerca, muy cerca. A apenas unos metros algo hizo que los arbustos se agitaran. Con su brazo útil, Luis Acevedo revolvió nervioso en la hojarasca hasta dar con una piedra, y se dispuso a luchar por su vida. Tenía la boca pastosa, sintió erizársele el pelo, y los músculos se le tensaron hasta chirriar como cables de acero. De forma progresiva, un goteo pegajoso anegó su cuerpo en sudor. Estaba dominado por el miedo, cuando un desconocido resquicio de esperanza, le indujo a realizar un gesto de valor. Aturdido, aferró con todas sus fuerzas la piedra, y gritó.

- ¡Hey! ¡Hey! ¡Fuera! ¡Largo de ahí! Y la arrojó a los matorrales.

Como si tuvieran vida propia las zarzas comenzaron a bambolearse. Se oyó un zumbido luego un revoloteo y una masa pardusca pasó a su lado y se diluyó en la oscuridad. “¡Solo es una lechuza!” se dijo. La descarga de tensión provocó que riera con nerviosismo, la oscuridad devolvió duplicada su carcajada, y Luis Acevedo dejó de reír. Pues envuelto en aquel lúgubre silencio su eco le resultó siniestro.

Y así permaneció, en silencio y tensión durante el resto de la noche. En la postura grotesca en la que había vuelto en sí: El brazo hacía atrás, la pierna inclinada sobre el vacío, y probablemente entumecida, porque hacía frío. Y pese a sentirse terriblemente cansado, el frío y la angustia no le permitieron dormir.

No había salido el sol cuando un nuevo rumor le alarmó. A continuación percibió un siseo. ¿La brisa al agitar la maleza? No, no era eso, sino algo distinto y mortal al deslizarse en el matorral con indolencia. Sintió el contacto de una piel fría, resbaladiza, y allí estaba, sobre su estómago. Una víbora mocasín. El reptil lo contemplaba, y mientras lo hacía, sus ojos de cristal parecían sonreírle. Con pereza, como si bostezara, abrió las mandíbulas y se dispuso a morder. Sin embargo, en lugar de abalanzarse ¡le habló! Y esto fue lo que dijo.
- “¡Cálmate Luis! No te muevas. Te voy a sacar de aquí.”
Y Luis Acevedo, sin dar crédito a lo que oía, con ojos muy dilatados, contemplaba sobrecogido.
La serpiente, prosiguió.
- “Tranquilo Luis. ¡Soy Martha! Te voy a sacar de aquí.
Pero Luis Acevedo tenía miedo, en realidad estaba aterrado. Y, además, ¿cómo creer en una repulsiva serpiente?
Sin dejar de mirarla, inmovilizado y coartado por el espanto, dejó escapar una carcajada y vociferó.
- ¡Oh claro…! Desde luego. Sabes. Eres tan hermosa...

La serpiente lo miró con ojos encendidos. Su garganta se dilató y de su oscuridad surgió una lengua bífida, repulsiva, que comenzó a palparle el estómago. A continuación ascendió por el pecho, llegó hasta su cuello y con lentitud, fue acercándose a su boca hasta rozarle los labios con suavidad.
Sólo entonces, como si exhalara un susurro, volvió a repetir.

- Tranquilo Luis. Soy yo, Martha...

Luis Acevedo trató de mantener los labios oprimidos; no pudo soportar mucho tiempo, pues para tomar aire de nuevo, se vio obligado a entreabrirlos. Y aunque lo hizo durante un breve instante, resultó insuficiente. Ya que nada más volver a cerrarlos advirtió como el apéndice de la serpiente, abriéndose paso, se adentraba en su boca y, deslizándose mediante leves fricciones sobre el paladar, alcanzaba su garganta.
Sacudido por accesos de arcadas, Acevedo pensó.
“No puede ser... ¡Esto no me está sucediendo!”
Comenzó a gemir; y aunque la mayor parte del tiempo sólo acertara a articular vocablos sin sentido, de vez en cuando, con voz entrecortada, lograba pronunciar cortas frases de auxilio. Inducido por el miedo, de forma instintiva, ejecutó un violento gesto que pilló desprevenido al reptil. Sucedieron segundos durante los cuales, la serpiente, con el centro de gravedad desplazado, antes de despeñarse, logró mantenerse en un extraño y mágico equilibrio. Ocurrió un segundo antes de que se precipitara: Volvió a hablar. De hecho pronunció una palabra. ¿O quizá se trató de una frase? Dijo:
“Hasta siempre Luis”
No le dio tiempo a más.
Como es natural, juzgando la gravedad de su estado, Luis Acevedo no lo entendió. Pero el caso es que esa voz, aquel timbre de voz, le pareció el sonido más agradable y hermoso que escuchó.


José Fernández del Vallado. Josef 2008.

martes, 13 de mayo de 2008

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SENTIRES.
Trini. Sevilla. andalucía. España.


MI VIDA EN SUECIA.
Fuerza. Chile representado en Suecia.


SENTIRES Y DECIRES.
Gasper. Buenos Aires. Argentina.


UNIDROIT.
jess. Mexico.


ESCRITOS Y OPINIONES DE KUKILIN.
Kukilin. Argentina.


PEUMAYEN.
Hawwah. Zaragoza. España.


YO...Y LO QUE VENGA DESPUÉS.
Lemon Guy. Lima. Perú.



LA SALA DE LOS ESPEJOS.
Mityu. Cádiz. España.



LAS PALABRAS SON MIS OJOS.
Clarice Baricco. Mexico.



VACÍO.
Ybris. Madrid.


BITTER.
Bitter. Chile.


NEGRA CHILENA.
Santiago. Pachuca. Chile.


PAZ.
Paz. Antofagasta. Chile.


SALVANDO EL ESPAÑOL DE MEXICO.
Leticia Zárate. Mérida. Yucatán. Mexico.


LAS NOTAS DEL SILENCIO.
Lara. Venezuela.


MI VIDA EN 20 KG.
Chile representado en El Cairo Egipto.


FUEGO EN EL VIENTO.
Magdalena Gabetta. Río Tercero. Córdoba. Argentina.


EL RINCÓN DE MAGDA.
Magda. Madrid. España.


EL RINCÓN DE NELI.
Nélida. Las Palmas. Canarias. España.


FREYJA.
Verena. Santiago. Chile.


iOlaNtHe.
Yolanda. Madrid. España.


PSICODELIA Y OSCURIDAD.
Noelia. Lima. Perú.


EL RINCONCITO DE DAY
Day. Venezuela.


PEQUENOS NADAS.
Gi.Lisboa. Portugal.


EL TIEMPO.
Visnja Roje. Santiago. Chile.


EL VIENTO GRIS.
Pier Bionnivells. Madrid. España.


SIMPLEMENTE, COMPLICADAMENTE.
Verónica Medina. Uruguay.


ESFERA DE LETRAS.
Asociación literaria del Centro Cultural de Loranca,Fuenlabrada, Madrid.España.



NOSOTROS-SOMOS
Vivianne y josef. Chile, España.


SENTADO FRENTE AL MUNDO.
Evan y Carlos. Argentina, Ecuador.


CIUDAD DE LOBOS.
Carlos. Quito. Ecuador.


AL FILO DE LA POESÍA.
More Baker. valencia Venezuela.


TOROSALVAJE.
Torosalvaje. Barcelona. España.


MALVIAJADECES DE UNA CHILANGA.
Dolores Garibay: Ciudad de México


MARIA CRISTINA.
María Cristina. Andrés Ibañez. Bolivia.


BELLOTA_b
Bellota_b Santiago, Chile.

EL ALFÉIZAR
JUANAN URKIJO Vitoria-Gasteiz,País Vasco, Spain



AQUÍ CON EL DIABLO
Enzo Antonio Peñalolén, Región Metropolitana, Chile


EDAIN
Yessi Mexico.


SI QUIERES PUEDES
Silvia: Donostia gipuzkoa

viernes, 21 de marzo de 2008

Tralshkent.





I
Caminábamos con dificultad. Afirmando cada uno de nuestros pasos en la nieve. Llevábamos dieciséis días perdidos; olvidados en una cordillera marginada.
Aquello no era un juego de niños. Los juegos se terminaron el día en que, inmerso en su permanente confusión, dejamos el aeropuerto de barajas.



La determinación fue sólo nuestra. Nosotros lo hicimos. Decidimos encontrar un lugar donde no hubiera Everests, ni K2, ni Cho Oyus, ni Nanga Parbats… Estábamos hartos de míticas cimas, escaladores estúpidos y ansiosos. Queríamos hacer frente a algo por completo diferente, como por ejemplo, descubrir un valle ignorado. Para ello no era necesario encaramarse a altitudes de siete u ocho mil metros. Bastaba con hallar lugares remotos y profundos, en cordilleras salvajes, enclavados en cotas de tres o cuatro mil metros.
El tralshkent se hizo presente a la segunda semana. Jamás habíamos oído hablar de nada semejante. Sí... Puedo verlo, os lo estaréis figurando con cinismo. ¿Qué es eso? ¿Qué es un tralshkent? En realidad ninguno de nosotros dio crédito cuando, ebrios y alegres al recibirnos, los viejos de un poblado nos lo narraron. Pensamos: “Una leyenda más. Sí, bonitas leyendas...”
Aquel mito resultó estar tan vivo como la alimaña bestial y taimada que lo encarnaba, la cual asociaba a la crueldad e insolencia del glotón la astucia del zorro y la fiereza del tigre. También nos lo advirtieron. Los poblados de por allí estaban fortificados con gruesas empalizadas. ¿Por qué nunca se habló de aquella bestia? ¿Por qué el mundo ignoró su existencia y en cambio conoce la del Yeti? Tal vez porque el mero hecho de pronunciar aquella designación ya era tabú, y también porque aquel lugar permanece, de momento, olvidado en un rincón extraño del mapa.
Pero ¡Dios! aquellos valles eran tan diferentes. Permanecían inviolados. Nadie que no haya presenciado nunca la belleza de la naturaleza en su estado salvaje podrá hacerse siquiera una idea. Y nadie, antes de nosotros, se aventuró jamás a poner sus pies en el coto de caza del… tralshkent.
Por fortuna, y a juzgar por lo que observamos, supimos que aquellas bestias eran seres de costumbres solitarias. Una sola de ellas era capaz de cubrir un territorio de más de cien kilómetros. ¿Qué habría sido de nosotros de comportarse como leones? Naturalmente yo, no estaría hoy aquí para contarlo.
Recuerdo que acampamos junto a un lago glaciar, a unos tres mil metros de altitud.
Apreciareis que hasta el momento evito referirme o hacer alguna descripción sobre cuántos hombres formaban la expedición, quienes éramos, nuestras fisonomías, procedencias o sexo. Lo hago con el fin de preservar, por un lado, el debido respeto que merecen los compañeros fallecidos. Por otra parte, aunque os resulte chocante, trato de mantener oculto al menos durante unos miserables años más, la oscura e impenetrable belleza de los parajes donde este raro y demoníaco espécimen continúa habitando. Sólo repetiré un detalle, aunque ya lo conocéis: Todos éramos españoles.

Era la segunda semana. La hoguera ardía con intensidad. Nos encontrábamos reunidos junto al fuego. Cenábamos con apetito e intercambiábamos impresiones con excitación y deleite. La incursión en el valle estaba siendo un éxito impensable. Habíamos hallado plantas desconocidas, ríos de aguas claras donde la pesca abundaba, bosques con árboles milenarios jamás hollados por el hombre. Cuando, a una distancia de nueve metros, en la oscuridad, percibimos aquellos ojos de un azul intenso, como auras. Uno a uno fuimos volviéndonos hacia el ser que, oculto tras el manto de oscuridad, nos observaba con fiereza. Fue algo súbito; un escalofrío me recorrió el espinazo y supe que estaba frente a algo nefasto y fuera de lo normal. Pues aquella bestia miraba de forma diferente. De frente, sin miedo. Instaurada tras aquellos ojos pude detectar una inteligencia maligna y virtuosa, que era capaz de captar con precisión nuestra imperfecta debilidad. Varios de nosotros nos incorporamos, agarramos palos candentes seguros de nuestra superioridad en poder del fuego, y le hicimos frente. Ahí radicó la sorpresa. El ser… un animal formidable y poderoso, ya había elegido. Flexionó sus extremidades y saltó. Estaría a una distancia de unos nueve metros he dicho, y sin embargo, su volumen se abatió sobre B, quien se hallaba a mi lado. Bastó menos de un segundo y lo tuvo apresado por el cuello entre sus fauces. Y sin hacer el más mínimo rumor, como si transportara un fardo ligero, trasladó el cuerpo consigo a las tinieblas de la noche y se perdió en su oscuridad.
Durante unos instantes el ambiente permaneció envuelto en un asombroso silencio. A continuación, nuestras miradas de desconcierto se mudaron en profundo terror. Comencé a oír improperios, gemidos, llantos… que no denotaban congoja y menos angustia, sino puro terror. Pavor ante lo desconocido, ante lo que se presume superior y sobre todo, cuando en breves instantes comprendes, que desde ese momento has dejado de ser depredador y ya no eres más que presa en potencia, sin ningún lugar donde ocultarte, ni posibilidad de escapar, sin barreras entre tú y esa... cosa.
Gemidos que penetraron en mí con fuerza desoladora, profundos, sordos, desgarrados. De pronto ¿llorábamos todos…? ¿O era yo quién lo hacía? ¿Lloré también yo aquella primera vez…?
II
Ese mismo amanecer, sin siquiera pegar ojo, comenzó una huida delirante. Nuestras clarividencias estaban gobernadas por el ser; quien las hostigaba imprecisas entre pasajes sombríos, envueltas en siniestras pesadillas. Habíamos comenzado a padecer. Desconocíamos el número de bestias de aquella especie que podrían rondar el territorio. En cambio sabíamos lo que el poder de una sola era capaz de causar. Disponíamos de dos rifles; pero aún así, de presentarse una jauría de aquellos seres feroces… ¡No! Concebir tal posibilidad no entraba siquiera en las miras de nuestras solícitas corduras.
Y una pregunta; una interpelación misteriosa comenzó a debilitar nuestro juicio. ¿Por qué durante las dos semanas que nos adentramos en el paraje agreste la fiera no se manifestó con anterioridad? Con inquietud, durante el día, mediante un proceso de dolorosa auto inculpación (la responsabilidad del desastre se había visto fortalecida debido a nuestra soberbia e incredulidad) lentamente fuimos arrancando conclusiones. Podía hallarse en un extremo del territorio y no habernos detectado hasta entonces. O tal vez lo hiciera ¿deliberadamente? Nos había permitido entrar en su demarcación para a continuación ¿darnos caza a placer? A esta última sospecha llegamos después de ciertas cavilaciones A, C, D y yo. Como es natural no quisimos alarmar a los demás con una hipótesis tan interesante desde un punto de vista… ¿científico?
Durante el día siguiente no ocurrió nada, pero al anochecer preparamos diez hogueras y nos resguardamos ante un farallón. La bestia sólo podría acometernos de frente. Y si lo hacía, sería fácil blanco de los rifles. Confiábamos en que no se aventuraría, y era lo más natural. Pero pasadas las doce en punto de la noche nuestro presentimiento más inquietante se hizo realidad. Aquellos pavorosos ojos azules se hicieron presentes ¡ahí, al otro lado de las hogueras! Lo que ocurrió a continuación fue algo que estaba lejos del alcance de nuestra comprensión. Al contrario de lo que consideramos, la fiera no lo pensó. Por lo tanto, un detalle esencial quedó en evidencia. En el momento de su manifestación, aquello que debía “calcular o estudiar” para atacarnos lo tenía ya listo de antemano.
De pronto sus ojos se desvanecieron. ¿Se había retirado? Sin poder evitarlo todos sin excepción, alzando los brazos, prorrumpimos en airados gritos de júbilo. En ese instante, evitando las hogueras, su enfurecida complexión se inmiscuyó entre nosotros. Bastaron dos giros y como traspasados por agudas cuchilladas tres cuerpos se desplomaron cercenados. Los demás, superados por la extrema rapidez de los acontecimientos, permanecimos inmóviles; igual que conejos deslumbrados ante los faros de un vehículo. No lo hizo. Pero de haber sido aquella su finalidad, en ese mismo instante pudo haber terminado con el resto.
Sin cesar de vigilar – sus ojos como teas azules, parecían burlarse de nosotros – sus fauces afiladas y babeantes, tomó un cuerpo y con absoluta parsimonia y ausencia de temor hacia las llamas, esquivó el fuego y se introdujo en su noche. Su personal e incomprensible negrura de muerte…
III
Esa vez perdimos a H, G y a F, y la siguiente cayeron K mi estimado “A” y E. En un plazo de tres días la bestia dio muerte a siete de los nuestros. Estábamos diezmados y acabados, puesto que sólo quedábamos tres: C, D y yo. Y, además, nuestra lógica desesperada de escapar había desembocado en la peor de las noticias: Desquiciados por el pánico, acabábamos de perder toda referencia sobre el terreno.
Ese mismo atardecer, cuando nos disponíamos a prender las hogueras en el más funesto silencio, hice un esfuerzo cabal de voluntad y convoqué a mis compañeros. Entonces se lo dije. En tanto uno sólo de nosotros permaneciera con un hálito vida nuestro deber sería luchar. No en vano, añadí sonriendo con cierta ambigüedad, también nosotros éramos depredadores, y hasta la fecha, jamás había existido un ser vivo que se sobrepusiera a la crueldad y fortaleza de la naturaleza humana. En fin. Mi absurdo discurso de intenciones pareció restablecerlos. Y en breves instantes, aupados sobre una zona rocosa desde la cual se divisaba la inquietante belleza del valle – que hasta ahora, pertenencia en exclusivo al tralshkent – fraguamos incoherentes posibilidades. D. sugirió encaramarnos a un árbol. No era mala idea, excepto por un detalle. El tralskent podría ser capaz de trepar y en caso de no ser así, le bastaba con mantenernos vigilados y aguardar a que cualquier rama cediera. La idea fue rechazada. Yo insinué tender una trampa. Cavar una zanja, saturarla de afiladas estacas y ocultarla ante nosotros. Después de excitadas elucubraciones el plan nos pareció, no sólo inquietante, sino demasiado arriesgado. Habíamos sido testigos de la inteligencia del animal. Si intuía la artimaña le bastaría con evitarla y fin de la aventura.
Tras más de dos horas anochecía y nuestras esperanzas se desvanecían con la misma rapidez con que se diluyen los palabreros anhelos que inculca un amor pasajero. Estábamos desconsolados, cuando la voz, aquella voz – ¿acaso fue C quien liberó la temeraria locura? – en un tono de intriga, se preguntó:

- ¿Y si el tralshkent fía por completo sus sentidos a la vista y los sonidos y en cambio carece de olfato?
- ¿Por qué dices eso? Me escuché preguntar con asombro mientras mi cuerpo entero se echaba a temblar.
C entrecerró los ojos y dijo.
- Verás… De pronto la idea vino a mí. ¿Por qué semejante bestia jamás nos ataca de día? Lo sé. Puede haber varias razones. Una, muy importante. Que se trate de un animal exclusivamente nocturno. Pero hay otra, no menos elemental, dado el entorno en el cual se mueve y donde carece de competencia… Se detuvo un instante, esbozó un gesto en la penumbra, y añadió.
- ¡Vamos, ambos lo sabéis! Un oso no es nadie al lado de una fiera de tal trascendencia. Así pues, si no posee nada o casi nada de olfato y en cambio se guía por el sentido auditivo y sobre todo, de su visión. De esos ojos azules y desmesurados que vemos brillar en la oscuridad. De día, los alces ciervos y demás presas olisquearán su presencia. De modo que se ve obligado a utilizar en exclusivo la noche…
Permanecimos en silencio. Entonces lo dijo.
- Sé que no va a ser agradable para ninguno de nosotros. Somos seres humanos y desde luego no es lo mejor a lo que poder aferrarnos. No. Las tinieblas nunca fueron nuestro común aliado. Así como tampoco comprendo por qué se me ocurren semejantes disparates…

Le interrumpí. Me sentía… Sí, los tres nos reconocíamos profundamente sobrecogidos; pero a la vez tan alterados... Advertíamos palpitar nuestros corazones con violencia. Y sin embargo lo intuíamos. Considerábamos la descabellada certeza y descomunal genialidad demostrada en los actos y la vida de C. Y sabíamos, que si existía una mera posibilidad de sobrevivir en ese lugar con aquellas armas inútiles, ante aquel fenómeno implacable de la naturaleza, tal vez nuestro último destello de luz radicara en aquel – ¿absurdo? – detalle. En caso de tratarse de un error al menos obtendríamos un vago consuelo de aflicción: Moriríamos envueltos en las yermas y solitarias tinieblas, sin siquiera presenciar nuestros semblantes en su último y demencial instante de terror…
IV
Con el limitado tiempo de que disponíamos apenas tuvimos espacio para agazaparnos en el interior de una cueva entre las rocas. A partir de ese instante cesamos de hablar, ni tan siquiera chistar el más leve susurro, y encomendamos nuestras almas a la voluntad de los seres oscuros.
Así llegué al punto clave de mi existencia. Desemboqué en una serie de intervalos delimitados por segundos de inflexión, que hasta la fecha, han constituido los momentos más atroces y angustiosos de mi vida.
Llevaríamos cerca de cuatro o cinco horas agitándonos sobre todo de tensión y de temor, pues cuando el horror se adentra en tu interior, el frío se reduce a una ausencia recalcitrante y resulta casi insignificante. Permanecíamos tan silenciosos como unos roedores en su madriguera, cuando en el exterior lo sentimos. Estaba ahí. Oíamos con claridad reiterada aventar a la fiera. ¡Escudriñaba! Dios. Nuestras huellas. Acechaba nuestro rastro, el cual, naturalmente, desaparecía al llegar a la zona rocosa. Por fortuna también cuidamos ese detalle. ¿Dejamos algo al azar? Me figuré a la cerebral alimaña relacionando. ¿De qué forma pensaría? ¿Cuál era el verdadero alcance de su inteligencia? Y supe, que si no era capaz de oler estaría atendiendo, observando en todas las orientaciones posibles, pero sobre todo, presta al más imperceptible rumor que pudiera diferenciar en la oscuridad por tenue que fuera. Habíamos cegado la entrada, y aún así, Dios nos librara de hallarla.
Deambuló por los alrededores un lapso indeterminado, que mi mente en estado de alerta y a la vez abotargada, es incapaz de establecer. Pudieron tratarse de breves minutos o quizá transcurrió más de una hora. A continuación dejamos de oír pero no así de desconfiar, pues con innata certeza supimos algo. De haber tenido olfato, encontrarnos le habría resultado una tarea tan sencilla como abandonarse al influjo del sabroso aroma de un asado. Desde luego, en ese instante, y en tan demencial situación, no representábamos un ejemplo que encarnara tal grado de complacencia, sino lo contrario. Transpirábamos con profusión, y no creo que uno solo de los tres se librara de verse anegado en su propio y nauseabundo baño de sudor.
Así transcurrió la primera noche en la que sobrevivimos al tralshkent. Después se sucedieron más. Deambulamos por el valle salvaje más hermoso y terrible del mundo tan perdidos como pueda estarlo el alma de un ser descarriado. Con la bestia enfurecida y ansiosa jugando a adivinar nuestros movimientos, que pese al cansancio, en todo momento debían de ser precisos y calculados. Hasta que una noche, sucedió lo inevitable.
Aquella vez permanecíamos agazapados en el refugio que habíamos elegido. Hechos un ovillo, cuerpo con cuerpo, con el fin de no morir de hipotermia. Tal como acostumbrábamos a obrar desde las dos martirizadoras e interminables semanas que llevábamos perdidos en semejante situación. Las provisiones se habían agotado, y sobrevivíamos alimentándonos durante el día de larvas, insectos, hierbas y tubérculos, que a veces nos provocaban diarreas. Gracias a Dios, la fiera era insensible al olor. De tal forma comenzamos a temer el ataque de cualquier clase de animal. Un voraz oso, por ejemplo. Divisamos algunos ejemplares formidables. Aunque su excelente aspecto nos reveló que estaban sobre alimentados, y nosotros nunca podríamos encontrarnos inclusos en su dieta. Además, conservábamos un rifle con munición y en caso de ataque… No, no pensábamos realizar un disparo. ¿Y que la fiera localizara de nuevo nuestra posición cuando, tras infatigables días de marcha, parecíamos haberla desorientado?
La covacha en la cual nos hallábamos tenía dos entradas. Una oquedad estrecha, estaba sobre nuestras cabezas, y la principal frente a nosotros.
Nuestra confianza en que habíamos confundido al tralshkent aumentó en los últimos días. Cegamos la entrada con una espesa fronda de maraña y nos sentimos resguardados.
A las ocho de la tarde ya estábamos los tres en su interior y sobre la media noche quedamos en que C se encargaba de hacer la primera guardia, mientras los dos restantes descansábamos.

Desperté sin sobresaltos. Todo estaba en silencio. Oí exhalaciones profundas a mi lado, miré de reojo y me topé con los enormes ojos azules del tralshkent. Advertí mis manos húmedas. Desplazándolas de forma imperceptible las froté sobre mi pecho, estaban empapadas y calientes, caladas con la sangre de C. El tralshkent lo devoraba con parsimonia. C había tenido mala suerte o quizá no tan mala. El caso es que, debido al cansancio tras días de tensión, tal vez bajar la guardia un solo instante constituyó su desliz; quizá sólo dormitara unos breves instantes, suficientes para transformarse en una eternidad. Olía a un hedor agrio y repugnante. Los huesos de C crujían como rosquillas al ser triturados por las mandíbulas de la fiera. Pese a la oscuridad me di cuenta de algo más; D roncaba a mi lado. El tralshkent era consciente. Sabía... creía, que los demás dormíamos, y ni siquiera se apresuraba en quitarnos la vida. Disfrutaba del momento, al igual que todo depredador se regocija con sus presas antes de matarlas.

Un alarido descompuesto y atroz me heló la sangre. Aunque en realidad me encontraba como flotando, insensibilizada, sabedora de que al primer movimiento que hiciera iba a estar muerta. Era D acababa de despertar, y como es natural, encontrarse aquel escenario había sido más duro que su propio poder de inhibición. En cambio yo jamás me explicaré qué diantre me mantuvo en silencio. ¿El mismo terror tal vez? Es muy posible. El Tralshkent lo mató de un violento zarpazo y yo permanecí inmóvil. ¿Por qué no acababa de una vez? ¿Sabía que yo era mujer y suponía que como tal, en términos físicos, era más débil y por ello más inofensiva?
Se equivocaba. El rifle estaba a mis espaldas. No había tiempo para resoluciones. Junté las mandíbulas, efectué un giro brusco y violento, lo sujeté con firmeza y disparé a bocajarro. El Tralshkent se revolvió hacia atrás y salió de la cueva. Apenas estuvo en el exterior cuando otro de su especie cayó sobre él. Se enzarzaron en una pelea salvaje. ¡Había dos! No lo dudé un segundo. Mi única y eventual salida consistía en una huida a campo abierto. Estaba casi condenada. De todas formas no tenía otro remedio, si aparecían más alimañas de aquellas estaría muerta en instantes. Sin que lo advirtieran, temblando de pavor y sudando de rabia, me deslicé al exterior por la abertura que se hallaba sobre mi cabeza.
Corrí durante quince minutos sin detenerme, hasta que resollando sin fuerzas, hallé otros peñascos. Me encaramé sobre ellos y ascendí a golpes y tropiezos. Encontré una brecha y me introduje en una angosta ranura. Y cuando estuve en su interior, enganchada como una serpiente, con la preclara intensidad de una máquina, mi mente se puso a trabajar; y mientras lo hacía, alcanzó conclusiones que obraron que mi corazón comenzara a desmoronarse. La primera pregunta resultó ser la siguiente: Si al menos había dos tralshkent cuál de ellos nos había atacado. Y si los tralshkent no podían oler ¿cómo nos habían encontrado? ¡No! No sabes pensar F. Piensa bien, hazlo de forma correcta. La cuestión es: ¿Cómo nos “ha" encontrado? Porque ha sido uno. Luego… claro. ¡Tenía olfato! ¿Tienen olfato? ¡Y por qué no! Todos los mamíferos lo tenemos, y además bien desarrollado. Entonces… El que carecía de el en concreto era “nuestro tralshkent,”deduje. Aquel que nos había estado siguiendo desde un primer instante. ¿Era un caso singular o se trataba de un tralshkent viejo que había perdido su capacidad olfatoria? Lo vi con claridad. Y la claridad se transformó de nuevo en terror.
Antes jamás lo habría hecho, pero en aquel momento comencé a rezar de forma exaltada, casi demencial. Y no recé por mí ¿cómo rezar por un alma perdida en la grieta de un paraje olvidado? Yo ya era alma en pena. Tampoco lo hice por mis compañeros fallecidos, ni por mi familia, ni por mis amigos, ni siquiera me importó la suerte que el mundo corriera a aquellas alturas. Recé, y lo hice con desmesura, porque fuera como fuese, nuestro viejo tralshkent, nuestro enfermizo e inútil tralshkent, se impusiera al recién llegado…

Epílogo.
¿Dios me abrazó? ¿O el viejo tralshkent se encariñó conmigo y me perdonó la vida? El caso es que parte de aquella noche la pasé en vela hasta que presa del agotamiento, caí rendida.
A la mañana siguiente Dios siguió estando más que nunca conmigo. Ascendí una colina y a mis pies divisé el espectáculo más divino que nunca haya presenciado. ¡Un poblado humano! Adecuadamente resguardado tras una recia empalizada.
Debo añadir, que verme llegar sola y ensangrentada de las montañas, pero sobre todo viva, constituyó un hito en aquel valle y me rindieron honores de diosa. Como es natural, nadie en absoluto me hizo preguntas sobre el paradero de mis compañeros. Estaba de más.
A la vuelta, mi deseo fue referir que todos ellos perecieron al caer despeñados por la brecha de un glaciar durante la ascensión a uno de aquellos picos inhóspitos.
- Y díganos ¿cómo es que usted se libró? Me asediaron los periodistas. Y yo, sólo supe responder.
- Divina providencia. Me liberé del enganche instantes antes por necesidades fisio…
- Ya. Entendemos las circunstancias, señorita. Perfectamente. No se preocupe.
Y en realidad yo ya no estaba en absoluto preocupada. ¿Por qué habría de estarlo…?
Los familiares organizaron la búsqueda de los cuerpos. Les pasé las indicaciones de un remoto glaciar y me limité a señalar que en donde estaban jamás los encontrarían. Evidentemente no hallaron rastro. Sólo yo sé dónde y cómo acabaron. Y cuando mi vida llegue a su término, también lo sabréis vosotros. La época del tralshkent expirará para siempre conmigo.


José Fernández del Vallado. Josef. 2007- 06-21. Arreglos: 2008-03-21

martes, 8 de enero de 2008

La cabaña del inuit.



I
A finales de enero la isla de Welt destacaba como un muñón agrietado en medio del temporal. Desembarqué y sentí la cabeza vacía. Mi disposición era la menos adecuada, pero quería hacerlo, alejarme y escribir...




Los acantilados afilados, grises, con sus espolones y crestas salpicadas de guano de la colonia de aves marinas me recibieron silbando injurias mordaces. Atrapados a los pies de los farallones los restos de un navío imploraban perdón a destiempo, mientras un oleaje grumoso los golpeaba sin tregua. Necesitaba sentir el dolor del frío en mi piel; sentir para olvidar sensaciones de las que no había logrado desprenderme. Caminé sobre el herbazal húmedo y los rayos de un tímido sol punzaron tibiamente mi piel. Cristina ya no vendría a aliviarme; quedó hecha jirones sobre los raíles de un tren de cercanías en el que jamás debió de partir. Yo también partí aquel día. Pero a ella de nada le sirvió tener un vehículo cuando me crucé en su camino y su vida. Yo tenía el coche, ella misma me lo cedió ¿por qué fue así? Porque siempre era así. Y porque en la vida existen personas honestas que desconocen lo que es la maldad, la envidia o el desaire, y ni tan siquiera lo pueden vislumbrar o entender; como ella. Yo nunca fui como ella.

En la isla no había nadie. Excepto las aves, el viento, las rocas, la hierba de un color verde intenso, como el de las acelgas – ni siquiera podía consumirse – y el desarbolado barracón del antiguo farero. El único y mediocre sustituto iba a ser yo, aunque no tendría mucho que hacer con un faro automatizado, alimentado por energía solar. Y cercándola, un mar del norte desalmado, que pulverizaba todo aquello que rozaba.

Me llevó semanas acostumbrarme a la extraña aprensión de la soledad, no así a su silencio, pues allí no existía esa palabra. Durante el día, de fondo, estaba el batir del oleaje al romper contra los acantilados, y por la noche, si la mar se calmaba lo suficiente, la persistencia del viento mantenía la constancia de una monotonía sonora que jamás detenía su ritmo.

Con el nuevo material que descargué, lentamente reparé la cabaña y la hice consistente. Taponé con solvencia los resquicios por los que penetraba el aire frío, forré las paredes de aislante, cubrí el tejado de uralita y abrí un ventanuco por el que penetraba un rayo de luz y me advertía cuando era de día y cuando de noche; aunque a veces el mismo día semejaba una noche tenebrosa. Comencé a detestar aquellos días noche de una forma especial…

Me llevé unos cuantos libros de recetas pero de pronto me di cuenta, no me iban a servir, excepto para hacer un buen fuego. Ya que mi apatía era total sino absurda, y comía siempre las porquerías en conserva que adquiría.
El aparato receptor y John Tagle eran mis contactos con el mundo. Tagle, el viejo escocés que cada dos meses hacía escala en la isla con los víveres. Apenas nos entendíamos; nos bastaba con mirarnos de forma estúpida, reír como abúlicos y emborracharnos con su güisqui podrido el par de horas que permanecía en mi compañía.

Todo cambió el día en que, sin lograr concentrarme y escribir, caminaba y a lo lejos, en el firmamento, vi la mancha blanca destacarse, alcé los prismáticos y descubrí el iceberg. Estaría a más de seis kilómetros. Nunca me habían dicho que se encontraran tan al sur. ¿Era aquel un síntoma más del divulgado cambio climático? Ni siquiera me importó. En cambio me fascinó e inquietó imaginar lo que podría suceder si el gigante colisionara contra la roca. ¿Sería capaz de arrancarla de cuajo?

Cuando fui a dar parte del avistamiento me di cuenta de algo desagradable. La radio seguía transmitiendo, en cambio el transmisor no emitía ni recibía. No soy manitas y si un manazas, de modo que apenas me atreví a tocarlo. Me terminé por resignar; esperaría. Al fin y al cabo había tenido suerte y faltaban sólo un par de días para que el viejo y hábil Tagle llegara en mi socorro.

El atardecer sobrevino de golpe y como un pálpito dejó abatida a la isla en un silencio estremecedor. ¿Silencio? Me resultó pasmoso. Durante unos instantes creí percibir silencio en la ruidosa colonia de aves. Agucé el oído. No… Estaban ahí. Sus graznidos chasqueaban con plena intensidad.
Me serví una copa de brandy, sólo necesité dar un trago y un denso sopor me invadió en tanto un naciente vendaval azotaba los maderos de la cabaña. Debía aferrarlos mejor, me dije a mí mismo. Sonreí y me dormí.


II

Al día siguiente hacía una mañana tan espléndida que incluso un Van Gogh con resaca hubiese sido capaz de pintar “Campo de acelgas y cormoranes” sin titubear.

Me vestí ¿o ni siquiera me llegué a cambiar? Dando amplias zancadas recorrí la meseta de la isla y descendí a la caleta. Insólitamente feliz me refresqué la cara con el agua helada y recogí algunas conchas en la orilla. Estaba en cuclillas cuando oí el profundo exhalar ante mí. La masa lechosa y amarilla del oso reposaba tendida con las patas echadas hacia atrás a unos metros de distancia. Sentí frío o ¿calor? Mi corazón se disparó y el sudor inundó mi cuerpo. No necesité que nadie me explicara y tampoco conocimientos asociados para saber qué ocurriría si me descubría. No hacía falta, me lo dijo todo el instinto. Un instinto en aparente estado de letargo que había despertado. Tenía un problema a vida o muerte. Y sin embargo me encontraba en un estado de parálisis que debía de superar. ¿Pero cómo se vence un pavor paralizante de semejante magnitud cuando jamás se ha padecido?

De pronto me encontré retrocediendo. Ni yo mismo sé qué órdenes obedecían mis piernas. El tiempo transcurría con indecible lentitud y la distancia – ¿quizá cien metros? – era un espacio muy corto. Sé cómo puedo correr y como lo hace un oso; más o menos como un perro. Cincuenta, cien metros, apenas suponían diferencia entre un ser torpe y lento como yo y su agilidad y potencia.

Me di la vuelta y sin dejar de observar comencé a subir por el terreno rocoso. El viento me daba en la espalda y me ayudaba a ascender, había alcanzado la cima cuando algo cambió. Una racha de corriente violenta me golpeó de cara. Apenas necesitó unos segundos, las ventanas nasales otearon de forma incisa en el aire, giró su cabeza y me miró fijamente. Capté su mirada con los ojos de locura de una gacela cuando ve a un león abatirse sobre ella, y no miré más. La carrera por mi vida había comenzado. Jamás me imaginé presa de un depredador cuando el depredador ¿era yo? Pero un cazador sin armas acaba por fuerza por convertirse en captura. Y un humano sin utensilios apenas da la talla en medio de la fastuosidad de la naturaleza.

No había control ni sentido en mis actos, sólo pavor y necesidad de sobrevivir. No había otro ser en la tierra más que yo y mis piernas debatiéndose por correr rápido, mucho más de cuanto me fuera posible. El cansancio comenzó a ser doloroso, los resuellos ordinarios, pero las ansias de vivir se sobreponían a cualquier deseo en general. ¡Y la cabaña, estaba ahí!, inmóvil en un punto equidistante entre las aristas de los acantilados y el mismo centro de la isla. Mis zancadas, un pie persiguiendo al otro, anteponiéndose, la respiración convulsa, pensamientos desordenados en silencio y sin voz. Y la imagen de la cabaña más cercana grande y marrón o negra, pero siempre difusa… La puerta, su marco ante mí y entonces oí su gruñido. Me volví, estaba sobre mí. Tropecé, caí giré. Se elevó como una montaña amarillenta de cuatro metros y garras afiladas. Iba a morir, lo sabía. Había perdido la carrera y mis opciones. En realidad nunca creí en la victoria ¿cómo vencer a un animal de media tonelada y resistencia y fuerza infinitas en la peor disciplina del hombre?

La puerta se abrió con violencia y de pie, casi sobre mi cabeza, estaba el… inuit. Sí, un esquimal ataviado con su indumentaria de piel. Tenía un fusil, un semiautomático, apuntó al animal, pude ver el fogonazo y oler la pólvora quemarse. A continuación el organismo perfecto sólo era una masa de carne temblorosa que titubeó y se desplomó ante mis pies vomitando sangre. Lentamente retiré de mis piernas la cabeza del animal y temblando fui capaz de incorporarme. Me dirigí hacia el inuit, ante todo, para darle las gracias pero no estaba. La puerta del barracón estaba cerrada. Entré y lo busqué, en realidad me bastó echar un vistazo, pues el espacio era reducido. No podía haber vuelto a entrar y tan siquiera tuvo tiempo para alejarse del lugar. Luego… volví a salir y ¡tampoco había oso! Imposible. Un oso muerto de media tonelada no podía desaparecer en segundos…

III

Dos días después el barco de Tagle fondeaba en la ensenada y el viejo sonreía y me observaba mientras apurábamos su güisqui barato.
- ¿It´s all ok?
- ¿Qué…?
- Que si todo ir mucho bien… para ti
- OH sí claro, sin problemas.
“Excepto un oso polar de cuatro metros que me atacó y casi me devora y un cazador inuit que me libró por los pelos. Ambos desaparecidos. Pero claro, eran… ¿fantasmas supongo? Luego, todo bien, no hay de qué preocuparse. A eso no se le pueden llamar problemas… ¿No?”
- ¿Are you sure here?
- ¿Seguro…? ¿Que si estoy seguro aquí?
- Sí, tú seguro. Jajaja…
- ¡Pues claro que estoy seguro inglés de marras o escocés!
- Jajaja…
- Jajaja…
- Pero… Yo creo… Tú necesitar women.
- A ver, seamos sinceros. ¿Women or whore?
- Tu decir ¿puta…? Je…
- Sí whore, puta, furcia. Está bien lo… Lo reconozco y proclamo a los cuatro vientos hace mucho que…
- ¿Do you need fuck?
- Sí… ¡Pero no contigo cacho tarao! OH, por dios. Vete… ¡Vete ya de mi isla! Mi isla sí jajaja…

Tagle se marchó después de arreglar el transmisor. Olvidé comentarle nada acerca del iceberg. ¿Despiste o inquietud porque se tratara de otra alucinación o aparición? Al fin y al cabo él tampoco me habló de nada semejante al respecto, claro que por hablar… ¿para qué?

Sucedió a la siguiente semana. Todo iba bien hasta que una mañana la escena se repitió. Es decir… lo encontré de nuevo en la caleta. Se trataba del oso. Estaba echado igual que la vez anterior. Lo sabía. Sabía que no era real ¡no podía serlo! Y sin embargo resultaba tan convincente y terrible. De nuevo emprendí la huida y cuanto más corría de más pavor y frenesí se impregnaba mi interior y más víctima me sentía. Esta vez llegué al quicio de la puerta, caí ante ella. Se abrió y el cazador inuit abatió a la fiera. Me bastó cerrar los ojos y al abrirlos el silbido del viento mecía mis cabellos y unos nubarrones grises se cernían en el horizonte. Entré en la cabaña cogí una botella que Tagle me había regalado de su asqueroso güisqui y bebí hasta caer rendido por el dulce sopor de la borrachera.


IV

Tagle me despertó, estaba tirado boca abajo sobre el camastro en la choza. No supe decirle cuantos días llevaba alcoholizado y sin salir. Comenzamos a hablar.
- Tú marchas de aquí ahora. Este lugar muy malo por ti.
Denegué con la cabeza. Abandonar la isla no entraba en mis planes.
- No
- ¿No? ¿Eso todo que tu dices ahora?
- ¡Sí, todo! No voy a marcharme porque lo digas tú, cabezón.
- Tú marchas. ¡Tu stupid aquí!
- Oye…
- ¿What?
- ¿Tienes más güisqui de ese? Se me ha terminado.
- ¡Cómo! ¿Quieres más…? ¡Borracho!
- Para borrachos tú ¡viejo alcohólico! Me enseñaste tú a apreciar el sabor de la bebida, je…
- Ahora, vienes conmigo. ¡Ya!
Me cogió de un brazo y comenzó a tirar de mí.
- Déjame en paz loco de mierda. ¿Qué haces…?
- Tú vienes conmigo… ¡Ahora mismo!

Lo miré nuevamente. Era alto y moreno, de constitución dinámica y fuerte sin duda. Quizá más fuerte que yo. Además, había bebido también. Si no ¿a qué ponerse pesado con un borracho inútil? Sólo a un borracho le preocupa la suerte de un semejante o es capaz de…
La agresión de violencia descortés me pilló desprevenido. Cuando abrí los ojos Tagle cargaba conmigo, me arrastraba hacia el barco sobre una camilla de salvamento que había en la cabaña. ¡Estaba loco! Echándome a un lado escapé y corrí hacia la cabaña. No tardó en percatarse y comenzó a perseguirme. Me sentía espeso y me ganaba terreno; tropecé y llegué a rozar el picaporte. La puerta se abrió y el cazador inuit abatió a Tagle de un hábil disparo...

Me bastó cerrar los ojos y al abrirlos el silbido del viento mecía mis cabellos y unos nubarrones grises se cernían en el horizonte. Tagle yacía a mis pies. Entré en la cabaña y dejé el fusil a mi lado. Yo era el cazador inuit. Y echada sobre la cama aguardaba, como siempre, tras un nuevo día de trabajo agotador, Cristina.

Volví la vista, contemplé las paredes guarnecidas del mullido y aislante protector. Llamaron a la puerta. Di el visto bueno. Tanglé, el celador, entró con la bandeja del almuerzo y la ración de pastillas diaria, la depositó en una esquina. No dijo nada, hablaba muy poco, no era español. Me dio igual, allí estaba protegido. La cabaña era un lugar seguro, no pensaba en volver a salir una vez más…

José Fernández del Vallado.Josef. Diciembre 2008.