viernes, 1 de mayo de 2009

Desolación y deleite.-



I
El autobús, forzando las marchas, ronca viejo y gastado por carreteras que reculan entre parajes boscosos y hasta hace poco prohibidos para cualquier ser humano común. Y qué es un “humano común,” cuando somos raros engendros de la naturaleza. Ya no. Hoy somos dioses hollando una selva precoz y milenaria y quizá, tan delicada como tú...
Recuerdo aquellos instantes, los últimos en que tú y yo vivimos de la mano. Tú... mi alma, medio ser de mi mismo durante años de valor insubstancial; abstraída en tus proyectos, amistades y tareas. Yo, perdido en un entramado de oficinas que lentamente estrangularon mis sentidos y sensibilidades hasta convertirme en un muñeco artificial que se derritió cuando llegó el momento de afrontar la realidad. Te fuiste, ni siquiera hubo adiós y apenas un beso residual que demostrara la existencia de amor. Nuestro amor recién expirado...
La ciudad sin ti resultaba agobiante y terrible. Los días pesadillas interminables de asfixia y metal y las otras mujeres, en lugar de ayudarme a olvidar, fingían la aflicción que nunca necesité conocer.

Se funden nubes de retal y algodón deshilachado absorbiendo vapores grises en una vegetación impenetrable.
Recuerdo el río nada más pasar sobre el puente, el hermoso discurrir de sus aguas revueltas y espumosas, como una cascada de humedades adherentes. Las aves multicolores echando a volar a nuestro paso y el chirrido de los frenos del autocar; el olor a gomas calcinadas, los gritos entrecortados entre el cacareo de gallinas y una mujer santiguándose.
Luego un vacío de giros en la nada... Abrir los ojos de nuevo, el dolor de cabeza, cuerpos aplastados o encajonados bloqueando las entradas, ropas teñidas del líquido denso y oscuro de la sangre, la luz disolviéndose entre metales retorcidos y el silencio de la muerte...
Tu frialdad, y aquel beso que me dolió como un bofetón mal encajado, la falta de pasión con que saliste de mí tras cinco años de... ¿nada? ¿La culpa fue mía o de la vida?

Me arrastro y sollozo, estoy en las trincheras de la existencia, perdido en un país desconocido, soy un extranjero y ahora también único superviviente de un desastre inesperado. No puedo caminar ¿tendré ambas o una pierna fracturada?
Avanzo o más bien serpenteo entre la maleza, alcanzar el sendero unos metros por encima supone la vida. Aquí, en la garganta, la muerte me tomará entre sus brazos, quizá sea lo mejor que me puede aguardar...
Despierto, todo está oscuro, no sé cuánto tiempo ha transcurrido. Oigo ruidos en la maleza. Veo unos ojos brillar; me observan en silencio. Gimiendo con pánico trato de hablar y me doy cuenta, no puedo. Atormentado por un ataque de angustia grito pero, excepto un gemido gutural, mi faringe no profiere sonidos. Con dificultad muevo una mano, la dirigió a la garganta y halló una forma. Palpó, tiró y la desprendo, y al tantear su textura sé que se trata de una lámina de vidrio. Siento el flujo de sangre. Trato de comunicarme, explicar que no soy de allí y revelar mi identidad. De súbito, se acercan a mí y palpan y huelen mis heridas. Llorando exhausto, les doy las gracias por salvarme y mis sentidos vuelven a nublarse...

II
Abro los ojos y un resplandor me obliga a cerrarlos de nuevo. Me llevo una mano a la frente para protegerme de la claridad, percibo una molesta punzada de dolor y me doy cuenta, tengo una brecha en la frente. Vuelvo hacia un lado la cabeza para no mirar de frente al resplandor y me preguntó dónde estoy, pero un velo de inconsciencia empaña mi cerebro y soy incapaz de recordar. Me decido por incorporarme pero cuando quiero hacerlo una pierna apenas me obedece, la observo, tiene una herida bastante fea, está cubierta de hojas y una especie de barro nauseabundo.
Jadeando, consigo apoyarme sobre un brazo, que pese a estar dolorido, parece encontrarse mejor. La herida del cuello me duele. Empiezo a ser consciente de mi situación. Un olor fuerte y desagradable supedita el ambiente, estoy en una especie de cueva. Me encuentro mareado y no distingo nada ni a nadie. Grito emitiendo un ronquido apagado, pido ayuda y vuelvo a caer pesadamente sobre el colchón de hojarasca. Algo escuece en el brazo, miro y veo un ácaro grueso, más grande que una garrapata, me está picando; su volumen asqueroso se infla y deforma al tiempo que absorbe mi sangre. Alguien me lo quita de un movimiento rápido, lo revienta entre sus dedos, y se lo come. Puedo ver su perfil… es una mujer. Se inclina y lame mi frente con... ¿circunspección? Trato de hablar sin conseguirlo y ella, sin dejar de observarme con una mirada triste, profunda y carente de sentido, como nunca advertí en mi ex mujer, emite un gruñido.

Incapaz de hablar y de moverme inicio un gesto de gratitud, la tomo de las manos y me doy cuenta; están sucias y negras, manchadas de barro. Ella responde con otro gruñido. Pese a estar herido me olvido del dolor unos instantes, pues tenerla a mi lado me llena de desconcierto, quiero saber quién es esa mujer de pelo castaño y piel de aspecto occidental que me advierte ¿gruñendo?
La miro de nuevo a los ojos, ha tomado algo entre sus manos, parece... no, es una ¡rata grande y repugnante! está muerta y mutilada. Se la lleva a la boca y sin titubear arranca sus entrañas, puedo oír los chasquidos de la carne al rasgarse, a continuación la deja a mi lado, como si quisiera que yo... ¿la pruebe? ¡Ni hablar!
En ese instante entra un hombre y me doy cuenta con sorpresa y vergüenza, ambos están desnudos.
Sin mirarme el hombre olfatea y lame sin reparos o más bien con profusión, los genitales de ella, que se deja hacer en silencio. Luego, vuelve su mirada hacia mí y descubro unos ojos negros encajados en una facción inexpresiva. Emite unos gemidos e inclina su cabeza ante la mujer quien, sin dejar de mirarme, atiende a que tome mi parte de la pieza. Al comprobar que no hago un solo gesto empieza a inquietarse, me toma del brazo tira y me sacude nerviosa de forma violenta. Profiero un grito de dolor, me suelta y ambos permanecen mirándome. De repente me enseña los dientes, gruñe, coge la pieza y la arroja sobre mí. No parece dispuesta a marcharse sin asegurarse de que antes me alimento. Me siento débil y mareado, no sé qué clase de locura estoy viviendo.
Tomo el despojo y asustado, muerdo sin ganas el muslo, mi boca se llena de pelos, sangre y trozos de carne, comienzo a dar arcadas y vomito. Cuando vuelvo a mirar ambos se han ido.

Me siento terriblemente asustado, no sé en manos de quién he ido a parar, y con la pierna inutilizada, tirado en esa especie de covacha, soy un prisionero.
Sufro el resto del día inmóvil, sin saber qué hacer, con el despojo de carne a mi lado.
Por la noche tres individuos, dos mujeres y un hombre, entran y se acurrucan. Junto a mí se coloca la mujer que me atendió. Lame mi rostro y cuando empiezo a gemir de dolor, aprieta su cuerpo contra el mío dándome calor; el olor es insoportable.

III
Al día siguiente – supongo que es por la mañana ya que los rayos del sol entran en la cueva y me proporcionan calor – aparece con una corteza me la acerca le da la vuelta y veo una larva gruesa, blanca y viscosa; asqueado la rechazo. No insiste, la toma y se la come masticando con fruición, parece gustarle. Se marcha de nuevo y las horas transcurren. Me siento mejor, consigo arrastrarme hasta la boca de la caverna y al asomarme descubro un panorama desolador. Estoy en una especie de cárcava. Bajo mi se inicia un descenso difícil, por no decir imposible, dada mi situación. Debajo la masa boscosa de la selva se abre de forma infinita a mi mirada desquiciada pero allí, al otro lado..., diviso la línea gris de la calzada de tierra y una luz de esperanza emerge en mi cerebro ¡podré escapar! Si no muero antes de una infección o de hambre. De nuevo me siento muy débil y aunque me asqueé, con miedo, decido retirarme al interior de la cueva. Temo su reacción si me encuentran asomado al exterior.
Horas después vuelve, se acerca a la herida de mi pierna comienza a retirarme las hojas y el barro, lame con cuidado durante más de un cuarto de hora y cuando está limpia y brillante, me unta el ungüento de nuevo. Al principio se alarma con mis gestos de dolor, pero enseguida me gruñe e incluso me muerde una vez en la mano. Luego procede a lamerme las heridas de la frente y el cuello. Cuando termina, satisfecha, se recuesta a mi lado me lame en un brazo y se queda dormida. A continuación la otra mujer y el hombre tras ella entran a la carrera caminando encorvados, el hombre la atrapa y empiezan a copular. Mi “compañera” abre los ojos, observa un instante, se revuelve y se gira en silencio. Todos se duermen menos yo; no ceso de preguntarme con qué clase de seres me encuentro, si serán unos locos de la selva o una rara especie de hombres sin descubrir. Sobre todo hay algo que me inquieta más de lo debido, hasta el momento no les he oído pronunciar una frase…


IV
Pasa otro día. Por la mañana me arrastran de la cueva me sacan afuera y me dejan descansar tumbado boca arriba. Cuando el calor se hace insoportable comienzo a gemir y descubro al “hombre” a mi lado. No parece albergar buenas intenciones. Me agarra del pelo y de un brazo y me arrastra sin consideración unos metros hasta dejarme a la sombra. Es más corpulento que yo y de tener que enfrentarme, saldría perjudicado. Permanezco en silencio, ¿qué otra cosa puedo hacer? Mientras, los observo retozar a unos metros, juguetean entre ellos gruñendo como fieras. Parecen jóvenes, también yo lo soy, pero ellos quizá no lleguen a los veinte. Se me ocurre pensar que tal vez sean supervivientes de una catástrofe aérea. ¿Cómo han sobrevivido? He leído historias de bebés alimentados por lobos y coyotes. En una ocasión recuperaron a dos bebés de entre los lobos, uno murió y el otro, una mujer ucraniana o rusa ni siquiera hablaba, sólo gruñía y seguía las mismas pautas de los lobos. No veo que utilicen más utensilios que unas cuantas piedras que amontonan en un rincón como tesoros. ¿Cómo voy a entenderme? ¿Qué piensan qué soy para ellos? ¿Qué intenciones albergan con respecto a mí, si las tienen? ¿Y hasta qué punto pueden ser violentos o sinceros? ¿Saben mentir?

Se hace de noche, la mujer me obliga a pasar al interior de la cueva, no deseo volver, se está bien afuera, pero sus gruñidos de inquietud me exigen obedecer. De momento no me encuentro en condiciones. La buena noticia es que a lo largo del día me he sentido mejor y por primera vez he ingerido con gusto y hambre una especie de higos silvestres que me ofrecen y he bebido en un diminuto riachuelo que nace entre las rocas. De seguir así, más adelante, quizá pueda aventurarme a escapar.

V
Transcurren varios días. La mujer, apercibida de mi gusto, sigue acarreando más higos.
Esa madrugada sucede, y no es obra mía, sino mi propia naturaleza quien me traiciona. Tengo un sueño agradable, despierto con la libido a flor de piel y mi órgano enhiesto ¡dentro de ella! o mejor dicho, ella se halla en cuclillas sobre mí. Trato de retirarme y su gruñido me advierte que de hacerlo nada bueno sucederá. De todas formas ocurre. No es que ella me desagrade, es joven y de constitución atractiva, pero está sucia, la situación me descentra y aterra y soy incapaz de continuar. Advertida de mi cambio de humor se gira y permanece mirándome fijamente durante algo más de un minuto, y su mirada penetrante como la de una fiera al acecho, me mantiene tenso y doblegado. De súbito su rostro cambia de expresión – si la hubo – viene a mí se agazapa a mi lado gimiendo y no tarda en caer en un sueño agitado. Continúo sin moverme, mientras unas lágrimas desconocidas ¿de impotencia, incuria o frialdad? se deslizan por mis mejillas como riachuelos ardientes...



VI
Esa mañana, cuando ellos se van, lo descubro. Soy capaz de ponerme de pié y caminar. Lo decido en instantes, debo huir, allí no tengo esperanzas...
Salgo de la cueva y con precaución comienzo a descender por la cárcava. Es un descenso difícil y conviene estar con la mente despejada. Por suerte acabo de beber y desayunar mi ración de higos silvestres y me encuentro mejor que de lo que cabría esperar. A pesar de todo en un par de ocasiones resbalo y estoy a punto de precipitarme. Tardo más de lo imaginado en alcanzar el lecho de la selva. Comienzo a caminar lo más rápido que puedo en dirección opuesta al farallón donde vi perfilarse la línea gris de la calzada. Según mis cálculos mi salvación debe hallarse a unos cuatro kilómetros.
Camino todo el día a buen ritmo hasta estar empapado en sudor, las heridas me duelen y estoy mareado, pero cualesquiera que sean los ungüentos que la mujer me aplicó parecen haber hecho efecto. Trato de hablar y mi garganta sigue emitiendo sonidos destemplados.

Serán más o menos las siete y empieza a oscurecer cuando sobre mí veo la huella gris de la calzada. Asciendo jadeando los cincuenta metros que me separan y cuando llego me detengo paralizado por la decepción. Se trata de una antigua mina, tal vez de carbón. Ciertamente existe un camino formado por residuos del mineral, pero doscientos metros mas adelante se pierde en la maleza. Estoy perdido. Por primera vez mis pensamientos retornan a ellos. ¿Y si me encuentran? ¿Qué harán? Aunque, dada mi situación ¿no sería mejor que me hallaran? ¿Estoy realmente perdido? Tras meditarlo unos instantes sólo veo dos opciones. La primera, ponerme al descubierto y que me capturen de nuevo. La segunda, seguir ascendiendo la colina hasta la cima y ver qué sorpresa me depara.

Continúo a tropezones y antes de anochecer, por vez primera, oigo un aullido desgarrado que me hiela por dentro, y ya no me hago preguntas. Son ellos. Vienen por mí.
Desfallecido y a oscuras alcanzo la cima, pero es imposible ver nada; en ese instante soy consciente, necesito un lugar para dormir; un refugio donde no puedan encontrarme. Doy vueltas entre unas lianas y el tronco de un árbol hasta que encuentro una grieta lo suficientemente amplia. Estoy expuesto a las picaduras de cualquier insecto o reptil venenoso y no tengo otra opción. Lo descubro después, los mosquitos son lo peor, apenas me dejan dormir esa noche.

VII
Al amanecer, y tras haber dormido el par de horas que me conceden los insectos, me desperezo lentamente, salgo de la grieta y todavía adormilado decido trepar a un árbol y averiguar qué hay por debajo de mí.
El ascenso resulta más complicado de lo esperado, la corteza está húmeda y resbaladiza y además, no se trata de ascender sólo unos metros, sino treinta o cuarenta.
Alcanzo la copa y un panorama sorprendente se abre a mí. La calzada parece haberse esfumado. A la izquierda diviso los farallones donde mis extraños captores me mantuvieron y a la derecha ¡más selva! Y un detalle que no asimilo en un instante inicial pero que de repente se hace obvio ante mis ojos. Abriéndose como un surco gris y zigzagueante el meandro del cauce de un río rasga la selva. Mi corazón late con fuerza, ¡sé hacía donde encaminarme! pues en los lechos fluviales existe la posibilidad de encontrarme con canoas de indígenas, al menos.

Comienzo a descender; procuro aprovechar las sendas que los animales abren en la vegetación, resulta más cómodo y me ahorro riesgos como el de que una víbora se introduzca en el cuello de mi camisa. Un grupo de macacos se acercan a observarme sin temor, al principio no entiendo su comportamiento y de pronto lo comprendo con desaliento; estoy en un lugar de la selva apenas frecuentado por hombres.
Al mediodía la sed aparece y obligado a no deshidratarme bebo en las aguas de una charca. Realmente no sé qué es peor; si sufrir de deshidratación o de diarrea. Empieza a anochecer y el desánimo cunde en mi moral; ni rastro del río. Decido buscar otra fisura en el tronco de un árbol y tratar de dormir. Cuando la encuentro la noche se cierra por completo. Estoy agotado, pienso en mi ex mujer y en las causas que me han llevado a pasar por esa situación mientras los mosquitos me acribillan. ¿Es un castigo Divino o una redención?

Me duermo soñando con ella y despierto con los besos y lametones afectuosos de... ¡ella! La mujer lobo está sobre mí, me acaricia y me lame una y otra vez con una delicadeza inexplicable. Aterrado, sin atreverme a abrir los ojos me pregunto ¿Por qué me mantiene con vida? Quizá se esté despidiendo de mí para siempre. Decido arriesgarme y doy el paso. Hago un movimiento y la tomo de los brazos. Se detiene de forma instantánea y empieza a temblar. Y los otros, ¿dónde están? Quizá detrás, ¿al acecho para matarme? Aunque no haría falta, estoy en sus manos, si quisiera ella misma es capaz de destrozarme a dentelladas. Sé que es joven y fuerte. Es una mujer... ¿lobo? No lo sé, la selva la ha convertido en superviviente. Lentamente alzo la mirada, me encuentro con sus ojos azulados y descubro algo que me deja impresionado. ¿Está llorando? Sí, ¡llora! Lo hace en silencio. Nadie la enseñó a gemir, aunque... al fin y al cabo dentro de ella también hay una mujer.
Empiezo a comprender algunas cosas. Ha venido sola, ella es quien domina, es la mayor de los ¿hermanos, tal vez? ¿Por qué no? Alzo una mano lentamente, con cuidado la pongo sobre su cabello y lo acaricio. Deja caer su cabeza sobre mí y gime de tristeza y desconsuelo y comprendo algo insólito, casi increíble. ¿La mujer lobo, me ama...? Tal vez me amó desde la primera vez que me vio y por eso me salvó la vida. Le debo la vida, le debo todo en realidad. ¿Y escapo de ella? Lentamente se va acurrucando junto a mí hasta quedarse dormida, ella también está cansada y confundida...

VIII
Cuando despierto no está a mi lado ¿lo he soñado? No. Aparece en unos instantes con los brazos cubiertos de higos silvestres y me los arroja feliz.
Hambriento empiezo a comer y no me detengo mientras asiento con la cabeza. Cuando termino me toma de la mano y me lleva hasta las aguas claras de una charca. ¿Agua? El río debe de encontrarse muy cerca, pienso entonces. Nos bañamos. Nada de una forma graciosa, estilo perrito. Su rostro me agrada pero hay veces en que sus facciones desacostumbradas a los gestos de los humanos no reaccionan como uno imagina y resultan desconcertantes y extrañas. Tras unos instantes tumbados al sol sacude la cabeza con ímpetu, y comienza a tirar de mis manos en dirección a los farallones. Como es natural me resisto y me niego a volver. Desiste, se tumba a mi lado durante unos instantes y de pronto me empuja en otra dirección.
Me dejo llevar, con sorpresa y desconfianza, ¿qué otra cosa puedo hacer? Al cabo de unas siete horas de marcha agotadora estamos frente a la calzada. Permanece oculta en la maleza y ni siquiera se atreve a salir al trecho despejado. Es casi de noche y sus ojos brillan de tristeza mientras me miran ocultos tras la fronda. Durante unos instantes pienso en llevármela, tal vez puedan ayudarla. De pronto me doy cuenta de lo que pasará si los descubren. Ayudarlos, ¿a qué? Los encerrarán y los harán enloquecer tratando de convertirlos en lo que somos. Pienso en lo que somos y en lo que son ellos y sobre todo en lo que tienen: Libertad. Disfrutan de una selva prodigiosa y son felices, han creado su pequeña sociedad matriarcal y ella es la reina. Un impulso hace que me introduzca de nuevo en la maleza extienda los brazos la abrace y la bese. Siento como ella me lame en el cuello, es su forma de demostrarme su amor. Permanecemos abrazados en silencio mucho tiempo, incluso me he acostumbrado a su olor.

Cuando decido dejarla mis ojos están lacrimosos y mi corazón rebosa de un inmenso sentimiento de gratitud, la quiero de una forma muy especial, me doy cuenta. Sé que no volveré a verla y ni siquiera podré mencionar el hecho de que me salvó.
La dejo, me interno en la calzada y comienzo a caminar. No me importan las horas, ni el tiempo; durante días he aprendido a vivir sin tal necesidad, en realidad sin tener la obligación de hacer nada. Disfrutando de las horas tumbado al sol en aquella hermosa terraza sobre la selva. Sé que un día los encontrarán, o quizá mueran antes, no creo que puedan subsistir demasiado sin las medicinas adecuadas, comiendo cruda la carne y sin más ayuda que ellos mismos, aunque tampoco me explico cómo aprendió a practicarme las curas que me salvaron de la infección y de la muerte. Tal vez de niña... ¿recuerdos? O a lo mejor mantienen contactos con chamanes indígenas. Sigo sin hablar, quizá ya nunca recupere el habla; no lo sé y tampoco me importa, ellos no necesitan hablar para ser felices. He recogido unas cuantas nociones de los hombres en estado salvaje. Para empezar no son salvajes y sí más humanos de lo que cabria esperar. La civilización nos vuelve inhumanos al conocer la codicia y la mentira. Ellos, sin conocer esos sentimientos no tienen nada que ocultar, ni siquiera esa desnudez que tanta vergüenza me indujo la primera vez que los vi.

Camino unos kilómetros y agotado me recuesto a un lado de la carretera. Ya no temo a la selva ni a la soledad, he aprendido a afrontarlas, he cerrado una etapa de mi vida. Mañana cuando el autobús vuelva a pasar solo tendré que hacer una señal y volveré a la rutina de la civilización. Creo que éstas serán las últimas horas en las que descansaré tranquilo, pensando en ella, en la mujer que curó mis heridas: externas e internas; en mi mujer de la selva...


José Fernández del Vallado. Josef. 2009 Mayo.

domingo, 1 de marzo de 2009

Bajo el Porche.

Llovía a cántaros o peor, diluviaba. Aunque sólo se tratara de un chaparrón de los que a diario barrían esas tierras. Escamparía en poco tiempo, pues las gallinas de la granja volvían a cacarear y los loros, arrebujados en las ramas altas de los gigantescos lupuna tropicales, comenzaban a lanzar insoportables graznidos.
Conocí a Inés y Francisco en uno de mis viajes al Centroamérica, durante una conferencia de “Ayuda al Tercer Mundo,” sociedad a la cual pertenezco. 
Nada más conocerlos me parecieron una pareja estable, agradable, y sobre todo abierta. Lo que me pasó con ellos a continuación sólo hizo que demostrarme, una vez más, que tanto el mundo en el que vivimos como las personas que nos rodean son de carácter incierto. 
Pues bien. Nuestra amistad duraba ya un par de años cuando sucedió. Por primera vez parecieron atravesar por un momento delicado en sus relaciones. Y fue en una circunstancia tan singular cuando quizá, con más corazón que juicio, decidieron emprender el viaje. Yo acababa de llegar de España y cierta mañana me reuní con ellos. Nada más verlos ya pude percibir claros síntomas de alarma. Ambos estaban tensos y ojerosos. Pero ellos, con su natural atención, me propusieron que los acompañara. Y aún a fecha de hoy me sigo sin explicar qué incomprensible designio me indujo a embarcarme en una aventura que, tal y como supuse, no iba a ser un paseo triunfal y menos recorriendo un país tropical en temporada de lluvias. Pero sobre todo mediando las diferencias que se interponían entre los dos. Aunque la culpa no fue mía, sino de ellos, que incapaces de ver más allá, restaron importancia a su problema.

Así que una vez puestos... sucedió. El cisma tuvo lugar durante la noche y yo – mi nombre es Jorge – traté de reconciliarlos llevándolos a bailar salsa y beber ron en un desmadejado antro selvático. Al final tuve que capitular y admitir que mi idea había resultado ser el peor de los remedios. Acabamos borrachos los tres. Lo que evidentemente sólo condujo a que la situación entre ellos empeorase. Sucumbí a un irreconciliable sueño en el que se entremezclaban los gritos de ambos con mis pesadillas.
De madrugada, entre arcadas y convulsiones me desperté, y como buenamente pude repté hasta la calle donde vomité. Sólo entonces me di cuenta de que estaba solo. Luego vi el papel. Era una nota escueta y mal garabateada que Francisco había dejado sobre mis ropas, y donde me decía, que a resultas de la situación, Inés, con un cabreo de cuidado, había tomado las de Villadiego. Y, asimismo, “él” sintiéndose arrepentido – ¿tan temprano le daba por arrepentirse? – iba tras ella. En resumen, terminaba confusa, aclarando o queriendo aclarar que “trataría o tratarían” de aguardarme en Santa Fe... ¿o tal vez Santo Tomé? 
“Menuda elección” pensé. Ya que el hecho de permanecer encerrado en aquel “cajón de bambú” inmerso en una selva fosforito, con la resaca que llevaba, me hacía sentir igual que un recién nacido en un mundo alienígena. Y, además ¡ahogándome en un mar de lluvia! Y ni oír hablar de comunicaciones, como no fueran las lianas de los árboles.
En ese preciso instante unos golpes provocaron que la choza se bamboleara como un flan a punto de desmoronarse. Aguardé en silencio, ya no escuchaba la lluvia.
Una voz ronca, pero ante todo alterada, inquirió.
—¿¡Hay alguien ahí!?
Aspiré aire, tratando de reunir fuerzas y lograr que el efecto de mi voz resultara lo más regular posible. Y contesté.
—Sí ¿Pasa algo?
—N´a, soy la dueña ¿sabe? Soy África p´a servirle. Prosiguió la voz con más condescendencia. Luego añadió con timidez.
—Es que con tanto barullo... y como vi salir espantaos a sus amigos… Creí que t´o usté se habían marchao... sin pagá.
Oír aquello aún me sentó peor. Extraje un pañuelo de mi pantalón vaquero y me enjugué el rostro. Luego abrí el cerrojo y mi asombro debió de hacerse patente a los ojos de la mujer negra que aguardaba al otro lado.
—Perdón… ¿Cómo ha dicho?
—Le repito señó que sus amigos... ¡n´an pagao n´a de n´a!
Añadió, mientras hacía gesticular su aceitoso semblante.
—¡Coño! ¡Debí figurármelo! Dejé escapar. 
La mujer, testigo de mi confusión, pareció animarse. Alzó un dedo y agitándolo a los cuatro vientos, aseguró.
—¡Sí señó! Y yo pensé lo mismito. Porque enseguida que oí que esos dos pájaros se estaban poniendo picaos... ¿Sabe usté? ¡No me gustó una vaina! Por eso me vine hasta aquí. ¡P´a ver! Puntualizó satisfecha.
Me revolví los cabellos y sólo acerté a preguntar.
—Señora. Por favor... Tiene usted ¿café?
—Sí señó. Afirmó risueña. Murmuró algo para sus adentros.
Entonces se relamió los dedos, y contándoselos, apuntó.
—Vamo a ve... La cabaña p´a tres con café incluido dan... ¡Veinticinco pesos! ¿Paga ya…?
Extraje con resignación treinta. Ella hurgó entre sus zarrapastrosas faldas llenas de remiendos, colgantes y tiras de trapo. De un bolsillito sacó un montón de monedas y completó cinco pesos. Me los alcanzó y sin dejar de sobar a conciencia los billetes que le di los dobló, y desaparecieron en algún punto indefinido de su físico.

Mal o quizá bien informado por la tal África, supe que para volver a salir de “Las terrenas” (así se llamaba el inquietante lugar a donde me habían conducido mis “supuestos amigos”) me convenía coger una camioneta hasta Santa Fe, que al parecer era el pueblo más cercano. Incluso más que Santo Tomé, lugar por el cual habíamos ido. 
“Solo etá a cuarenta kilómetros de aquí. Cerquita señó.” Dijo con algo de guasa, y también como si se tratara de la cosa más natural. 
Santo Tomé quedaba a cuarenta y cinco kilómetros. Así pues daba lo mismo el camino que uno eligiera, ya que ambos eran igualmente malos. 
Una vez más recordé el infierno que habíamos padecido para llegar hasta allí. Montados en la trasera de las motocicletas que dirigían unos “Motoconchos”(Así nombraban por allí a los chicos que se afanaban empleando sus motos como si se tratara de taxis) tratando de evitar a cada embate el doloroso sufrimiento de mi pelvis. Desde luego, no resultó ser el sistema ideal, pero a fin de cuentas era un medio ligero y más efectivo que las camionetas (en tanto no les pincharan las llantas un excesivo número de veces). No tardé en descubrir que allí era muy raro dar con “Motoconchos”, pues preferían limitar su radio de acción a lugares poblados y no a aquel siniestro poblacho inmerso en el confín de la jungla.
Entré en una cafetería o por lo menos eso rezaba un asombroso cartel:
“Cafetería Vidal mensura y nivelación. Manuel Sarante.”
Nada más verme aparecer, un mocoso, con seguridad el hijo del tal Sarante, vino a atenderme. Lo primero que se le ocurrió preguntatrme fue si hacía “Boxin.”
—Boxin... ¿boxin? Y eso qué es. Pregunté con cierta ingenuidad. 
Él chico se limitó a cerrar los puños, flexionó los antebrazos y realizó unos amagos ante mis narices. Eso me hizo ver claro.
—¡Ah! ¿si boxeo? No, yo no. Pero en España teníamos a un tal “Perico Fernández” Ése – añadí – era bueno. Pero ahora nos tenemos que conformar con un gili al que llaman el “Potro de Vallecas.” Zanjé con suspicacia.
El muchacho me contempló de forma extraña, e inquieto, igual que un pura sangre momentos antes de la apertura del cajón, dio un pequeño respingo. Supongo que no debió de encajar lo que quise decir con lo de: “Gili y Potro de Vallecas...”, y debió tomarlo a mal. Desde luego de tonto no tendría un pelo, pero su rostro era un poema que relataba su malestar. No volvió a abrir la boca y se limitó a servirme la cerveza que le pedí mientras me observaba con recelo. 
Despaché la bebida y resolví buscar una camioneta para largarme cuanto antes, no fuera a ser que en cualquier momento la pandilla de amigos del “Boxin de la Selva,” se decidieran a comprobar hasta donde alcanzaban mis nociones de boxeo.

Salír a la calle, o mejor dicho a la selva, junto a la carretera (ya que el poblado consistía en una angosta callejuela a lo largo de la cual se apiñaban una docena de casetas) me resultó tan doloroso como recibir una puñalada en el pecho. Una mulata alta, de porte elegante, se cruzó en mi camino sin desdeñar dedicarme una mirada oscura y sugerente, pero también injuriosa. En cuanto a aquellas casetas, construidas de forma anárquica y decoradas en tonos chillones no parecían de este mundo. ¿O yo era el extraño? El hecho, es que posar los ojos en sus fachadas durante un segundo me producía dolor de cabeza. Creí adivinar porque las decoraban de esa forma. Trataban de zafarse de la esclavitud que imponía el disfraz de la selva. Ya que, descubrirse inmerso en aquella descocada orgía de troncos, lianas y madreselva, producía – por lo menos en mí – y quiero estimar que otro tanto les ocurría a los habitantes, una agobiante sensación de estragulamiento. Donde, además, por mucho que uno se esforzara en buscar algo diferente, imponiendo su dictadura, la mirada siempre tropezaba con el mismo matiz: Verde. Loros verdes, serpientes verdes, ranas verdes, escarabajos cuyo caparazón verde refulgía en la oscuridad, líquenes, musgo... Hasta la comida consistía en una amalgama de verdura “verde”, valga la redundancia.
La primera cerveza consiguió despejarme; aunque no lo suficiente. De modo que al subir a la camioneta, repleta en su mayoría de mestizos y negros amables pero con los que por fuerza uno debía comportarse de forma razonable, pues todos esgrimían convincentes machetes, el estómago se me puso del revés. De modo que obligado por las circunstancias y sin ánimo de resultar descortés, me revolví jugándome mi sonrosado pellejo entre miradas airadas y bultos difíciles de distinguir, me abrí paso hasta la barandilla y despaché a gusto junto a unos críos, que para gracia o desdicha disfrutaban del viaje de la misma forma que yo. Empezamos a descender un puerto de montaña, y el chófer, hombre de apariencia afable y dicharachera, pero también humilde y sobre todo consciente de los límites de su destartalada camioneta, advirtió que al ir sobrecargada, podrían fallarle los frenos. No fue necesario escuchar más, puesto que algunos hombres – entre los que por expreso deseo figuraba yo – nos apeamos y continuamos a pie durante un buen trecho. 
Aquello me pilló de carambola, pero resultó ser buena elección, pues me permitió recobrarme y de paso logré tomar unas fotos del espléndido paisaje con mi vieja máquina kodak. Ya que hasta ese instante mi martirizado trajín a bordo de aquella olla exprés, me había impedido ser consciente del encanto del lugar.
A nuestros pies, con su trasnochado puerto contaminado por la fábrica de fosfatos, estaba Santa Fe. Y, a continuación, cediendo siempre terreno, pero vivo, el inconmensurable manglar. Unos chicos que desde hacía un rato caminaban a mi lado sin poder disimular ávidas miradas que se posaban con codicia sobre mi reloj de pulsera, se unieron a mí. Y me explicaron con orgullo, que en el manglar vivían unos animales – redondos y gruesos – llamados manatíes. Por lo visto su carne era deliciosa. Me pareció natural que no entendieran a santo de qué al gobierno le daba por protegerlos. La extinción de las especies y el ecologismo quedaban lejos de su visión más preocupada por problemas para ellos tan reales y acuciantes, como el hambre y la miseria. En ese instante mi reloj se puso en acción emitiendo un estridente pitido, que me indicaba – me corrijo – nos indicó (tanto a ellos como a mí) que eran las dos y media de la tarde. Sólo el hecho de olvidar desconectar la alarma logró hacer que me arrepintiera; podría costarme caro. Y no me equivoqué, ya que en cuestión de segundos los mozos estaban pegados a mí, armados con sus relucientes machetitos. Sujetaron mi reloj – aún en mi muñeca – como si ya fuera suyo, mientras lo examinaban. Sólo tras un minucioso repaso que dio la impresión de prolongarse varias horas, concluyeron.
—¡Ah! Chavón, si e un Caaasio.
—Igualito que el mío, dijo uno.
—No. Peor, añadió el otro.
Puse cara de imbécil y sonreí. Y ellos, haciendo aspavientos, malogrado su interés por mis enseres de turista arruinado, se alejaron tan panchos. Y ahora, debo añadir que nunca me he sentido tan orgulloso de ser un tipo vulgar. Pues de lo contrario, otro gallo habría cantado.
La camioneta nos aguardaba más abajo. Nos volvió a recoger y me dejó en Santa Fe.
Santa Fe parecía un pueblo fantasma. Un silencio abrumador imperaba en el ambiente, donde el silbido de la brisa al agitar las contraventanas, filtrarse por los resquicios de las casas de madera y hacer golpear las puertas, era el único vestigio de una vida entumecida. Caí en la cuenta, era hora de sesteo. Las calles sucias, polvorientas por la mezcla de fosfato, barro y salitre, se desleían en un olor acre que se combinaba en unión con restos de pescado podrido. 
Subían la pesca desde el puerto en carromatos que eran saqueados, desde el aire, por bandadas de gaviotas y en tierra, por camarillas de gatos silvestres. Mientras que en las aceras, los perros, sempiternos enemigos, derrotados y famélicos, como si las ganas de vivir les hubieran abandonado para siempre y no parecían aguardar mejor futuro, que servir de menú en cualquier restaurante chino del lugar, agonizaban de consunción física y moral.
Entré en una licorera. Mi intención era informarme de los horarios de las guaguas (autobuses de línea). Alguien dijo que el próximo no saldría hasta las siete y media de la tarde. En ese momento el corazón me dio un vuelco y con ahínco renovado me regresó el dolor de cabeza. Acabé por resolver que lo mejor era aprovisionarme de una ración de cerveza y dejar correr el tiempo.
Dirigiéndome al dueño, un viejo cuyo perfil afilado y famélico – con singular parecido al de los canes – y mirada torva, no presagiaban nada favorable, le pregunté. 
—¿Por casualidad no sabrá usted de un sitio donde esperar...?
De golpe, el rostro cansado del viejo pareció avivarse y relució de satisfacción. Mi pregunta pareció entusiasmarlo y en un santiamén me resolvió la papeleta. Sorteando con dificultad la barra de madera me alcanzó un tosco balancín.
—¡Toma chico! Aquí ties. Siéntate junto a la puerta. En el porché de mi tienda. ¿T´a claaro?
Al principio no entendí su actitud ni su amabilidad, aunque no tardé en ser testigo de sus intenciones propagandísticas.
—¡Pasen, pasen! ¡La mejor tienda de licores! Y aquí en la mismita puerta etá un epañó y también le sirvo al inglé y al francé y al gringo. ¡Tambié al gringo...!
Llegado un momento mi cuerpo no pudo soportar más alcohol. Cansado de permanecer en aquel lugar y respirar el olor a licor fermentado y aceite de soja, decidí movilizarme hasta dondequiera que estuviera la parada, no fuera a ser que después de todo, por remolonear, fuese a perder el único transporte que me podía sacar de aquel agujero. Ya que solo el hecho de tener que afrontar una noche en aquel lugar, me hacía enfermar.

Seguí el consejo de un estibador que recostado en un banco le tomaba el pulso a una botella de aguardiente. Descendí por una calle y al final, en la esquina de una placita absorbida por un vergel de plataneros, di con la sucursal. 
Compré el billete a un empleado que me atendió con actitud indolente y apenas se esforzó en esbozar un gesto para indicar el lugar dónde estaba la parada. Al volver a la calle Dios, los ángeles o la marimorena, habían vuelto a desatarse y una vez más, diluviaba. Traté de retroceder y resguardarme en la agencia, pero el cajero o alguien con mala leche, habían echado el pestillo y nadie osó mover un dedo en mi ayuda. Giré sobre mis talones y entonces lo vi. Se trataba de un caserón blanco, idéntico a los de las pelís del Oeste, bajo cuya fachada aguardaba un acogedor pórtico donde guarecerme.
Hacia allí me encaminé. 

Comenzaba a subir las amplias escaleras cuando a mis espaldas una voz me dio el alto. Quise volverme y ver qué sucedía y entonces el frío y desagradable contacto de algo metálico en mí nuca, me paralizó. Ni siquiera vi el rostro del hombre que estaba a mis espaldas, pero a cambio recibí un mazazo que me hizo doblarme. Caí de rodillas. Alguien me ordenó que me levantara y alzara los brazos, y alguien más me registró y sustrajo todo lo que llevaba: billete de autobús, tabaco y llaves incluidas. A continuación, sin más preámbulos, me izaron y con menos afecto que a un saco de basura me arrojaron al interior de una camioneta. Dentro había más hombres, y apestaba a miedo y sudor. 
Nos condujeron a un barracón. Me introdujeron aparte; en una especie de zulo con suelo de cemento y techo y paredes recubiertas de cartón. En el centro había una mesa con una silla y en un rincón un lavabo. Me obligaron a desnudarme y me maniataron a la silla. También tuvieron el detalle de enfundarme en un saco de esparto. Entonces entró otro hombre. Lo supe por el repicar de sus tacones. Evidentemente no me retiró el saco; por algo me lo habían puesto. Pero se interesó – supongo que por decir algo – por si tenía hambre. Contesté mediante un escueto movimiento de la cabeza, ya que me sentía incapaz de articular palabra. Por fin el tipo se destapó y abordó lo que le interesaba saber.
—Y... ¿Cómo le va a tu amigo el “Manco”?
—El manco… ¿Qué manco? Contesté sin entender.
—¡Zas, Zas! Me soltó dos guantazos con algo que impactó en mi rostro enfundado como si me tragara una farola. De inmediato adiviné el segundo motivo por el que me habían cubierto. No era sólo para no verlos, sino para no causar excesivas magulladuras en mi cuerpo al atizarme. 
—Oiga ¡Le juro que no tengo idea...!
—¡Zas y Zas! ¡Venga ya tarao! Ties que ser má colaborador… Tarao... 
Y dale, ahora le daba con la cantinela de llamarme tarao.
—¿Dónde etá tu amigo el manco? Repitió. Como si no hubiera oído.
—Oiga... ¡Tienen ustedes mis papeles. ¿Verdad? Pues comprueben quien soy. Les sugerí hecho un basilisco y...
—¡Zas y Zas! Lo estamo hasiendo muchacho. Lo estamo hasiendo... Pero me parese que no te va a servir de n´a. 
Y añadió.
—Ecucha chavón. Como seas el tarao tu vida no vale n´a.
—¡ZAS! Esta vez el puerco sólo soltó un sopapo, aunque de órdago. A continuación le oí retirarse.
Me retuvieron allí… ¡Qué se yo! Tal vez toda la noche. Me dio tiempo a hacer cábalas de todo tipo. Entre otras, me dio por ponerme a pensar en mis “amigos,” Inés y Francisco. A lo mejor resultaba que no eran tan amigos ni tan ingenuos como yo había supuesto. ¿Cómo no lo vi antes? Pero claro, uno intuye lo que quiere cuando lo espera; lo mismo que ve lo que le apetece y lo que no... no. Fue en aquellas broncas que se cocieron durante los últimos días, justo antes de su misteriosa desaparición... ¿Hubo algo más que un desliz amoroso? 
Evoqué cómo mientras dormitaba entre efluvios etílicos había oído ciertos fragmentos... En un momento hicieron alusión a no sé qué clase de movimiento. ¿Cómo dijeron? FML o tal vez ¿FARC...? De todas formas me importó un bledo. Mientras pudiera no pensaba hablar. Aunque estaba seguro que si se propusieran apretarme las clavijas me sacarían hasta el “rosario de la aurora.”
Al día siguiente volvieron a llevarme a la habitación. El hombre de los tacones se presentó de nuevo, y la verdad, ya no me sentí tan envalentonado como la vez anterior. Lo cierto es que estaba asustado. El tío empezó.
—¡Muy bie etranjero! ¿De dónde vainas dices que eres?
—Español.
—Epañol. Ya... ¡Te voy a desir solamete ua cosa! 
Estaba cerca. Tan cerca que hasta pude oler su apestoso aliento a través de la malla.
—¡Tú no te va de la lingua! ¿Vale? No sabe n´a. No ha visto n´a y mucho men, a ¡nadie! ¿Oyes? ¡NADIE! te ha puesto las mano ensima. ¡M´as oído revainas! Como se te vaya la lingua l´as palmao de verdad. ¡So maricón! 
No. El tipo no resultó ser – lo que se dice – amable.

Me devolvieron los papeles y hasta me proporcionaron un billete para la misma hora que el “bus” anterior. Alguien, y desde luego cabe decir con mejores modales que el individuo que me estuvo atendiendo, pero también unos aires de finolis resabiado, me recomendó que me largara del país “antes de veinticuatro horas.” Luego me embarcaron en la camioneta y aparecí tirado en el barro, delante de la casa donde me habían atrapado como a un polluelo “espantao”. Sí, allí estaba yo. ¡Exactamente en el mismo lugar...!
Entonces salió la mujer de la casa o simplemente... aquella mujer. Yo estaba agachado, apoyado en la barandilla de la entrada, trataba de exprimir la ropa, en concreto la camisa, que había quedado hecha una pifia. 
Me saludó con una sonrisa y me invitó a pasar. En principio denegué su propuesta, restando importancia al asunto. En el fondo ni yo mismo sé por qué lo hice. Tal vez mi situación de hombre solitario en un país desconocido. Pero cuando fui consciente de que estaba frente a una mujer, y no precisamente una niña, mi orgullo se desvaneció. Si bien resultaba obvio, era bella, pero no una belleza común, poseía algo más que me producía un efecto relajante y muy agradable, pero sobre todo me fascinaron sus rasgos. Su rostro de nariz perfilada y piel oscura, sus ojos de mirada serena y su obvia mezcla de sangres. Y antes que nada, sus modales. Era educada y reverente. Aunque quien invadiera su hogar era yo. Cuando insistió en que pasara a la casa, me sentí incapaz de hacerlo. Pues con tenerla allí – a mi lado – me sentía cohibido. Al final hizo un gesto y desapareció en el interior; y yo, como un perro temeroso de perder a su amo, fui tras ella. Me aguardaba dentro, sabía que la seguiría. Me invitó a pasar a una habitación en penumbra. Me dejó y se marchó un momento para a continuación regresar con un cubo de agua y una toalla, y con cuidado, lavó y curó mis heridas; sin preguntar qué había ocurrido. Pues aquella pregunta sin duda sobraba. Lo sabía. Sí, demasiado bien...
Faltarían dos o tres horas para coger la guagua. Empezamos a hablar, inmersos en una charla tranquila, como si nos conociéramos de toda la vida. Y no sé por qué tuve que contarle la historia de la deportación de los negros a América: su captura en África, las cadenas con que los aprisionaban, la horrible travesía en los barcos negreros. Con seguridad mi adversidad anterior me hizo pensar en lo dura que habría sido la vida de esos hombres, y en lo mal que lo habrían pasado. Ella me escuchó asintiendo siempre sonriente, y luego me aseguró que no sabía nada de aquello. ¿Mintió? No lo sé, tampoco me importó. Y a cambio, me narró cómo vivía, la miseria de su tierra, y por qué había tenido que dejar la capital donde afirmaba que ya no había trabajo más que para desenvolverse vendiendo droga o ejerciendo la prostitución. Y, sin embargo, no todo lo que dijo era malo. También sugirió cosas agradables sobre fiestas y amigos. Hasta que en un momento dado, me preguntó qué me había parecido su país. Y yo le dije, obviando lo demás, que era hermoso. Pero sobre todo pensé que lo más bonito había sido conocerla. Entonces ella, no recuerdo si se llamaba Duina, Ghana o Celia, me miró a los ojos y leyó mis pensamientos. Seguro. Sólo hizo una pregunta.
—¿Volverás?
Se me hizo un nudo en la garganta, no pude contestar. No recuerdo como fue, pero de repente ella estaba entre mis brazos, y yo la besaba con deseo, con decisión y ella me correspondía. Hicimos el amor de forma dulce y experimentada, sin titubeos, sin indecisiones; como si lleváramos haciéndolo millones de veces en millones de vidas anteriores… Y ahora recuerdo, que el corto espacio de tiempo que estuve junto a ella, me pareció una eternidad…

El autobús aguardaba. Nos abrazamos y nos besamos con cariño... No, con amor, una última vez… Me fui sin atreverme a volver la vista atrás. Salí del país. Y desde entonces no he dejado de mirar hacia delante. 

De aquello ya han transcurrido más de quince años. Todavía no he vuelto y quizá ya jamás lo haga. Aunque nunca he dejado de pensar un solo día en hacerlo...

José Fernández del Vallado. Josef. 2009

miércoles, 14 de enero de 2009

Los espacios Inexplorados.

Envidiaba, para qué mentir, la oportunidad que tuvieron mis antepasados de abrirse camino en un mundo en el cual todavía existían lugares desconocidos, sin identidad ni renombre. Espacios donde el misterio era una norma en una existencia sin límites.
Sin duda, a mis diecisiete años, en la recta final de mi juventud, me creí el único y desventurado escritor en la familia. Hasta que cierto día, revolviendo en los enseres de la vieja mansión de mi niñez, último vinculo que me ligaba a mis ascendientes, y que por necesidades económicas me había decidido a vender, encontré el manuscrito y averigüe que había habido alguien con las mismas o parecidas inquietudes. Un tal Alejandro.
A la vez que comenzaba a revelar las palabras de aquel texto, sin ánimo de levantar revuelo – con tacto – indagué entre parientes cercanos sobre aquella identidad. No averigüe nada en concreto, hasta que me decidí a preguntar a mi tutor y padrino, Raúl.
Lo encontré desanimado en la cama, en nuestro oscuro piso de Serrano, aguardando desde hacía meses con una rara expresión mezcla de temor y conformidad, a que la rara enfermedad tropical que padecía, coronara su trabajo. Bastaba examinar su semblante para adivinarlo. Mi tío era descendiente de una casta de hombres del norte, de la cual yo apenas había heredado imperceptibles rasgos de un genio egoísta y descabellado. Sus facciones marcadas, sus mechones de cabello ralo y rubio, sus ojos claros y profundos, todavía alumbraban destellos de las emociones que la vida le otorgó alguna vez.
No tuve que decir nada. Lo sabía. Mirándome con una serenidad de apariencia controlada, me habló así.
- Y bien. Dime. ¿Cuál es el secreto que te corroe, José Luis?
- ¿Lo sabes...? Inquirí.
Sonrió y añadió.
- Creo que siempre lo supe. Hay secretos que uno carga hasta la muerte, y otros de los cuales es mejor deshacerse. ¿Cuál es el tuyo?
- ¿El mío? Creo que esto es más tuyo que mío. Dime. Sabes algo sobre un tal ¿Alejandro?

Al oírme pronunciar aquel nombre sus ojos se abrieron, y mediante un aspaviento forzado, me ordenó callar. En tanto los límites de sus labios se torcían en un sucinto gesto de dolor. No fue preciso seguir, lo sabía. Pero, aunque desde un primer instante intuyera que yo iba dispuesto a plantearle una incógnita, escuchar aquel nombre pareció pillarlo por sorpresa. Sus ojos se entrecerraron y a su vez me lanzó un rosario de preguntas con urgencia.
- ¿Encontraste el manuscrito? ¿Se lo has dicho a alguien? ¿Lo has finalizado? ¿Terminaste ya de leer...?
Negué con expresión desconcertada. Nunca antes había visto tal rostro de preocupación en mi tío.
Hablándome con toda la fuerza y firmeza a su alcance, me ordenó acercarme a su lado. Bajó la voz y me dijo.
- Está bien. Puesto que lo has descubierto. Yo mismo te lo revelaré. Pero antes debes jurarme que harás una cosa por mí.
- Dime tío, asentí contagiado por su nerviosismo.
¡Cavarás una zanja profunda y enterrarás el manuscrito sin terminar de leerlo! Porque... ¿no lo has terminado aún, verdad? Di. ¿Lo has finalizado ya? Es preciso que lo sepa.
Lo observé con seriedad. Mi tío jamás había padecido, al menos con anterioridad, ninguna enfermedad degenerativa. No estaba loco. Él sonrío, sin duda me leyó el pensamiento.
- Vamos, no seas mal pensado. No estoy chiflado. ¡Esto va en serio!
Y añadió.
- Se trata de la naturaleza de los hombres. Y de otros que no lo son tanto...
Le creí. Siempre había creído en aquel rostro abierto, quizá terco, pero puro y sin duda sincero.
Asentí y pronuncié.
- No, no lo he terminado.
Y le pregunté.
- ¿Me ayudarás a hacerlo tú ahora?
Suspiró con alivio. Hacía solo unos instantes estaba tenso, casi crispado. De repente su rostro se relajó, sus cejas se arquearon y liberando un tono casi severo de voz, comenzó.
- Te conozco desde pequeño. Y sé que un chico atrevido e inteligente como tú no lo ignora. E incluso sin haberlo vivido, lo echarás de menos. Antes el mundo era diferente. Y yo... Sí, tuve la suerte de experimentarlo. ¿Cómo no echar de menos esos espacios inexplorados? Los llamábamos así: “Los Espacios Inexplorados.”
Se volvió hacia mí y me dijo.
- Así se titula tu misterioso manuscrito. ¿No es cierto?
Asentí en silencio, interesado. Podía percibir la excitación que aquello generaba en el padrino y yo mismo temblaba con cada una de sus frases.
No necesitó mirarme. Yo estaba a su lado. Pero ahora también estaba él: Alejandro.
- Sí... Aquellos lugares existieron, prosiguió. Y, quizá, hoy en día, en algún lugar apartado, todavía se encuentren. ¿Quién sabe?
Asentí con dudas y pregunté.
- ¿Y en qué se diferencian esos lugares de los demás?
El cuerpo de mi tío experimentó un escalofrío – recordaba. – Dijo.
- Básicamente en nada. Físicamente en una cosa.
- ¿Cuál?
- Estaban vivos. Pero sobre todo eran lugares respetados – y casi diría – que... venerados. De modo que no tenían construcciones. Por ejemplo, nuestro lugar inexplorado era un pequeño e intrincado bosque.
Miré a mi tío. Una nueva incertidumbre me inquietaba. Le pregunté.
- Y cuando... ¿cuándo se perdió ese respeto?
No tuvo mucho que pensar para contestar. Lo tenía claro y demasiado fresco en su mente. Lo había vivido.
- Cuando el hombre abandonó supersticiones, dejó de creer, y comenzó a adorar a su nuevo “Becerro de oro.”
- Cuál... ¿Qué becerro? ¿A qué te refieres...?
No veía. Sus ojos claros, ahora cristalinos, de pura y deslumbrante claridad, se remontaban en el tiempo.
- ...Y se volvió agnóstico para creer y adorar a una cosa...
- ¿Cuál?
- Lógicamente, el dinero, la riqueza. El respeto desapareció y comenzó una era marcada por una tendencia oscura y dañina que todavía hoy persiste.
Sonrió, pero no con agrado. Fue casi un murmullo. Me tomó de la mano. Las suyas estaban calientes, afiebradas. En realidad acaloradas por la creciente pasión y disgusto.
- ¡La especulación y la Industrial! Clamó. Y siguió. La fiebre de la maquinaria y el capital arrasó todos los sueños de pureza e ingenuidad y convirtió nuestros futuros en sendas, que según nos repetían, era necesario labrarse a base de ambición, afán de superación, y si era preciso, a través de una competencia feroz que a menudo desembocaba en forzosa enemistad. Y el más sensible y puro de todos era mi sobrino, Alejandro. Por ello resultó ser también el más afectado por aquellas creencias que hoy en día, prevalecen.
- Un momento. Has dicho sobrino. ¿Qué sobrino?
Dirigió una mirada mística sobre mí. Depositó ambos brazos sobre mis hombros, me miró fijamente, y me dijo.
- Puesto que ya eres mayorcito y tienes la edad suficiente, creo que ha llegado el momento indicado de revelarte el secreto que tus padres nunca quisieron desvelar.
- Cuál... ¿De qué se trata?
- Es algo sencillo. Alejandro era tu hermano mayor. Aunque quince años mayor que tú. Por lo cual, nunca llegaste a saber de su existencia, ni lo conociste.
Permanecí sin hablar, mudo, fascinado. No encontraba palabras, no existían. En cambio lo que dije a continuación salió de mí por sí solo.
- Entonces... ¿Las aceptó con los brazos abiertos?
- ¿El qué?
- Las creencias de que hablabas...
- No. Al contrario. Las rechazó de plano. Los demás no tuvimos más remedio que ceñirnos. La sociedad disponía, y era imposible comenzar una revolución contra una revolución que ya estaba en marcha y además, se presentaba como un renacer esplendoroso de la humanidad.
Se detuvo un instante. Parecía aguardar que yo añadiera algo. Pero proseguí mirándolo, sin moverme un centímetro de mi posición. Continuó.
- Cuando sucedió Alejandro tenía exactamente esa edad: Quince años. Ya era un soñador con sus propios sueños forjados y rompió con todo.
Una tarde lo sorprendí a las afueras del lugar inexplorado; lloraba con desconsuelo. Tenía su vida programada, era metódico. Pensaba en casarse con Yolanda, una bella chiquilla hija de los Salgado, unos humildes costureros que, de la noche a la mañana, merced a la manufactura, y sobre todo a una nueva y potente máquina importada de Inglaterra relacionada con la industria textil, los convirtió en millonarios.
Desde entonces le impedían acceder a la casa de Yolanda. No podía verla. Ahora era un miserable y ellos, los nuevos ricos del valle, me expuso.
Los acontecimientos se precipitaron al final de un verano sofocante. Alejandro y todos supimos en el pueblo que los padres de Yolanda pretendían establecerse en la capital. Y la ciudad estaba a seiscientos ochenta kilómetros del pueblo. En aquella época aquello suponía el fin de su relación ahora en secreto, con ella.
Los “Espacios Inexplorados” dejaron de tener interés para quienes formábamos la pandilla. A Juan, Pepe, Leticia, Pedro, Elena, e incluso a mí, pasaron a interesarnos otras cosas. Por ejemplo la feria, con sus nuevas y desconcertantes máquinas. De repente el hierro estaba en todas partes. Pesados tranvías con bancas de hierro nacieron en las callejuelas de la población; planchas, regaderas, maceteros... Y el quizá tosco pero innovador camastro con armadura de hierro forjado.
Para muchos significó una época no solo de depresión sino de avances; aunque no precisamente espirituales. La Revolución Industrial trajo consigo otros logros positivos: El cine, la radio, etc.
Pero como te decía, los acontecimientos se precipitaron cuando de forma inesperada o quizá no tanto – ya que el poder de la nueva revolución, como sucedió con nosotros, penetró en su juventud – Yolanda dejó de interesarse por tu hermano y se sintió deslumbrada por la ciudad. Y, asimismo, rechazó su corazón a cambio de su nueva experiencia material.

Alejandro era el único que seguía regresando al “Espacio Inexplorado.” Era como si negara su propia existencia y el mismo paso del tiempo. Tú acababas de nacer. En cambio él... Creo que los últimos dos años, y tras el terrible fallecimiento de vuestros padres en uno de los primeros accidentes de tráfico de aquellas épocas, antes de su extraña y definitiva desaparición, no dejó una sola noche de acudir a su cita en el paraje.
- Y dónde está mi hermano. Dime. ¿Sabes dónde fue?
- Me temo, José Luis, que eso es algo que jamás he podido desvelar. Durante años traté de encontrar una pista, e incluso contraté a un detective. Es curioso, como por arte de magia, su rastro se pierde de forma definitiva en el interior del “Espacio Inexplorado.”
Aunque en principio lo raro en sí no fue la desaparición de Alejandro, sino el rapto de Yolanda. Nadie en el pueblo pudo nunca imaginar que una persona de una cordialidad dócil y benigna como la de tu hermano, pudiera cambiar hasta tales extremos; excepto yo. Yo fui su amigo ignorado. Puesto que al ser de mayor edad me traspasó los misterios que guardo sobre él.

Cesó de hablar y se detuvo sin renunciar a escrutarme. Pese a conocerme de sobra, sus ojos brillaban en la penumbra del atardecer y su mirada reflejaba dudas acerca de desvelar un secreto que sólo él conocía y que hasta la fecha había pensado en llevarse con él a la tumba.
No abrí la boca. Creía firmemente en el padrino y estaba dispuesto a aceptar sin remordimientos sus decisiones.
Con lentitud afianzó sus manos sobre las mías, suspiró, y sus labios volvieron a moverse.
- Todavía eres joven pero ya eres adulto y resuelto. Y puesto que ahora sabes más que nadie... te lo diré.
Escúchame bien José Luis. Alejandro se volvió... Comenzó a dedicarse a la magia. La magia negra la suelen llamar. Suspiró y agregó.
En resumen tu hermano se volvió un... nigromante
Lo miré con extrañeza, él permanecía atento a su vez. Si bien había escuchado la palabra en ocasiones, no tenía idea de qué iba la cosa, y pregunté.
- Nigromante... ¿Y qué es eso?
Me contempló con un vago gesto de consternación y añadió.
- Mejor no lo hubieras sabido. Pero puesto que me he comprometido contigo te lo explicaré.
La nigromancia sobre todo es una forma de invocación de los espíritus de los muertos con propósitos mágicos o adivinatorios. Es una práctica común de religiones contemporáneas como el vudú y ciertas ramas del espiritismo.
- Tiene que ver con los ¿muertos? Dije con repugnancia. Y pregunté.
- Había muertos en el “Espacio Inexplorado.”
Mi manera incrédula, y sin tacto, de realizar la última pregunta pareció irritar por primera vez a mi tío. Quien molesto, dijo con sorna.
- ¿Muertos, cadáveres? Los hay en todas partes. ¿Almas en pena? Viven a nuestro lado. Si te fijaras bien verías que ante ti tienes a un acabado, a un medio muerto...
Comprendí mi absurda insensatez y me arrepentí de inmediato.
- Oh, disculpa, padrino. Debes tener en cuenta mi desconocimiento en estos temas.
- Sí, ahora lo veo... Y para serte sincero. Cada vez me arrepiento más de que hayas sido tú quien encontrara el manuscrito y no yo. Entonces todo habría acabado de una vez para siempre.
- No te irrites. He jurado enterrar el manuscrito y lo haré. Pero... ¿por qué enterrarlo? Pudiendo convertirlo en cenizas...
Espantado, alzo ambas manos, me sujetó con firmeza y exclamó.
- No. Quemarlo, jamás. ¡Está la maldición...!
No pude evitar una mueca de contrariedad. Me impresionó y preocupó que el tío Raúl, un hombre de probada seriedad y criterio, creyera en tales supercherías.
Alterado me comenzó a narrar una historia propia de películas de terror. Según me contó, la noche antes de que partieran a la ciudad, Alejandro irrumpió en la mansión de Yolanda y la raptó. Según él Alejandro lo tenía todo minuciosamente calculado. Drogó con formol a Yolanda y la condujo hasta el interior del “Espacio Inexplorado.” ¿Y qué había allí o qué pretendió hacer?
- Algo que si meditamos a fondo suele encontrarse en más lugares de los que uno imagina, dijo. Y prosiguió.
En su caso, se trataba de un antiquísimo cementerio olvidado desde épocas que se remontaban al siglo XII o XIII de nuestra era. En cuanto a qué pretendió hacer con ella, conociéndolo, aunque más bien imaginando su estado de locura exaltada, y a través de los libros y personas que consulté, sólo dispongo de conjeturas. Supongo y nada más, que deseaba retener o tomar el espíritu de ella para sí y para siempre. En todo caso me entristece pensar que tu hermano pudiera llegar a ese extremo. Pero no sé más José Luis, es la verdad.
“¿Qué sucedió a continuación aquella noche? Ni tan siquiera fue capaz de precisarlo. (Me daba cuenta que cuanto decía estaba fundado en confusas suposiciones). Según su apreciación apenas pudo dormir debido a los raros jadeos, aullidos (no quedaba un lobo en toda la región) y una serie de auras y fenómenos extraños que persistieron hasta el amanecer, cuando se descubrió el rapto de Yolanda y se organizó la búsqueda.
El cuerpo de la chica jamás fue encontrado. Pero sí los malhechores que la raptaron, violaron, asesinaron y arrojaron a la laguna de Monreal. Quienes confesaron bajo tortura y fueron debidamente ejecutados en el “garrote vil” meses después.
En cuanto al cementerio. Es lo único cierto. Se habló de su existencia y se encontraron restos de osamentas. Asimismo se revisó a fondo la zona sin éxito. Eso era todo cuanto sabía de mi hermano, aquella noche y su desaparición. Suposiciones, vagas y absurdas suposiciones...”
Volví apesadumbrado a nuestra casa de campo a las afueras de la ciudad. La cual, en cuanto cumpliera los dieciocho – apenas restaban quince días – se transformaría de forma definitiva en mi hogar. En el fondo me alegraba; ya no tendría que depender más del tío Raúl.
Hacía un verano muy caluroso y aprovechando unos días de vacaciones, Inés, ni novia, estaba ya de vacaciones en Alicante. Yo iría a finales de mes, cuando dieran comienzo las mías.
El manuscrito estaba sobre la mesa secreter del recibidor. Lo tomé, me serví una copa de jerez y balanceándome en la mecedora proseguí su lectura.
En sí era un texto monótono, casi aburrido, incluso ridículo. Además estaba mal redactado y la humedad había enmohecido algunos párrafos. Aunque en algo tenía razón el tío Raúl. Se trataba de una lastimosa carta de desamor, no pasaba de eso. Excepto el latín que había inscrito en su tramo final. Pero dado que nunca estudié latín no tenía idea sobre su significado; así pues cumpliría la promesa de no terminarlo. No obstante, aún sin entender, repasé en alto las dos últimas páginas tratando de sonsacar algo en limpio.
Luego, con el aroma dulzón de tres copas de oloroso en mi garganta, en honor de mi tío y de mi hermano desaparecido, salí al jardín, cavé una zanja a los pies del olivo, y arrojé el manuscrito. Estaba dispuesto a enterrarlo cuando decidí que ya era suficiente. ¡Que diantre! Había cumplido con su premisa y ahora cumpliría con la mía; sin duda más limpia y sensata.
Me sentía cansado de aquella historia fantástica. Sin dudarlo abrí un frasco de alcohol para curas y empapé el manuscrito. A continuación encendí una cerilla y la arrojé al interior de la fosa. El viejo papel prendió al instante. Satisfecho volví a cegar el boquete, tomé una ensalada de frutas y me acosté sobre las once de la noche.

Me despertó el chasquido de un cristal al quebrarse y el chirrido de muebles en el salón. Ladrones - me dije de inmediato -. Y mi corazón comenzó a palpitar. Me levanté de la cama en silencio; sudaba y respiraba como un pura sangre desbocado. Y los sonidos de abajo persistían. Abrí el armario ropero y tomé el machete de cuarenta centímetros que me traje de unas vacaciones al Caribe. Abrí la puerta en silencio y comencé a descender las escaleras.
Doblé el chaflán del recibidor y me introduje en un extremo del salón.
En un primer instante no vi a nadie. De repente, proyectando una luz brillante de un tono esmerilado, el perfil de la mujer apareció al otro lado del salón. Al borde de una crisis nerviosa, comencé a exigir su identidad y a amenazarla. Sin contestar, haciendo caso omiso, continuó acercándose a mí.
No podía dar crédito a lo que estaba ocurriendo y estaba muy asustado. Pese a todo jamás creí en historias de fantasmas y muertos vivientes. Sin embargo, aquella mujer estaba ahora casi frente a mí y continuaba sin poder precisar los rasgos de su semblante, ya que un velo oscuro de raso cubría sus formas.
Tenso, aferrado a mi machete, quise hablar pero me encontré sin habla. En cambio un olor penetrante invadió mis sentidos. Era un aroma... el aroma de aquella mujer. Lo reconocí tan semejante al manuscrito. ¡Olía a manuscrito mohoso! Su mano giró en reverso, flotando en el espacio alzó el velo que cubría su rostro, debajo vislumbré dos hoyos oscuros y el cráneo limpio y acerado de un cadáver. Mi cuerpo se agitó, me costaba aferrar el machete. Proferí una exclamación de pavor mientras sin éxito trataba de apartarla de mí. De pronto, acuchillado por un dolor que atravesó mi costado de lado a lado, como un mordisco letal, mi brazo derecho se crispó. Entonces mi respiración se alteró hasta volverse resollante y angustiosa, mientras aquel semblante de rasgos difusos se aproximaba y pronunciaba: “Hola. Soy Yolanda...”
No volví a oír ni ver más hasta que las luces del salón se encendieron y los vi. Allí estaba él ¡El padrino! Caminaba lozano sobre sus piernas. – ¿No estaba impedido y al borde de la muerte? – y aquella mujer delgada hasta extremos impensables. ¿Anorexia tal vez?
La mujer y el tío Raúl se besaron delante de mí. Mientras que él, con voz suave, murmuró. “Perfecto. Todo salió a las mil maravillas. Su corazón enfermo no resistió. Por lo tanto, el camino está despejado. El dinero de la venta de la mansión pasa ahora a mi facultad. Es decir... a la nuestra, ¡cariño!”
Y era cierto. Casi lo había olvidado. Desde hacía un par de años mi corazón no funcionaba de forma debida. Necesitaba cuidados y medicinas. Pero estaban equivocados. Algo había fallado, y yo, continuaba estando ahí, junto a ellos. Los contemplé besarse en medio de aquella luz resplandeciente que iluminaba el salón. ¡Acababa de sorprenderlos! De repente me sentí lúcido y consciente, al descubrir la oscura personalidad de mi tío y sus infames pretensiones.
Me incorporé y comencé por insultarlos. Profundamente dolido les rogué que abandonaran el salón y mi casa de inmediato. Pues, en efecto, a partir de ese momento disfrutarían “juntos” de la miseria que cosecharan durante el resto de sus vidas. En cambio, tirados sobre el sofá, ni siquiera prestaron atención a mis palabras y continuaron besándose en medio de aquella luz molesta o... ¿había un corte de luz? Sí... de hecho, el salón permanecía en penumbra. De súbito, tendido a los pies de ambos vislumbré un objeto informe, y desde el espacio donde me encontré a mí mismo -flotando- tuve noción de algo totalmente nuevo. Aquel objeto inanimado no era yo, sino mi cadáver.

José Fernández del Vallado. Josef. 29 julio. 2007. Arreglos Dic 2009.